lunes, 21 de junio de 2010

LOS AMANTES DE PALMAR

Para Elena,
a quien ya no le cuento
cuentos al acostarse.


     Vino a reclamar su tributo.
     Como cada año, en el sexto plenilunio, el despiadado dragón acudía a su cita en el poblado de Palmar para exigir el pago. Así venía ocurriendo desde tiempos inmemoriales y la gente lo tenía plenamente asumido. La población contribuía con resignación y congoja por la pérdida, propia y también por la ajena. Cada año, un joven: hijo o hija de alguien, hermano o hermana, amigo o pariente, partía con el viejo dragón para no volver jamás.

     El dragón hizo su aparición volando sobre la tranquila campiña palmareña, venía de las montañas, donde tenía su morada; pero no venía sólo, nunca venía sólo. Como siempre que se movía por la comarca lo hacía seguido desde tierra por una comitiva de cruentos esbirros: doce poderosos osos negros, salvajes y aterradores, de grandes mandíbulas y garras afiladas; dieciocho crueles hienas de heladas miradas y colmillos largos como sables; y media docena de temibles gigantes peludos de las montañas armados con robustas lanzas, erguidos sobre seis pesados carros de combate tirado cada uno de ellos por cuatro feroces lobos pardos de chorreantes hocicos y ojos rojos de sangre. A su paso a lo largo de camino que conducía a Palmar todos los moradores de la campiña corrían en busca de refugio para huir del encuentro y evitar llamar la atención de las bestias. En el pueblo aún no se habían percatado de la proximidad de la siniestra hueste, el gentío, inmerso en el ajetreo mañanero, llenaba el bullicioso mercado mientras se ocupaban de quehaceres cotidianos. Hombres, mujeres y niños deambulaban por calles y plazas, hacían sus compras o se entretenían charlando apaciblemente en portales y tabernas cuando se oyó el atronador graznido de la bestia. Antes de que nadie tuviese tiempo de huir el enorme dragón posó sus garras sobre el viejo arco de la entrada principal del pueblo lanzando una gran llamarada a través de sus fauces.

     Laisor y Galamiel eran jóvenes y estaban enamorados. Absortos en dulces miradas y mutuas sonrisas, ajenos a todo mal e incluso a todo cuanto les rodeaba en aquellos precisos momentos, paseaban cogidos de la mano por las proximidades del arco y bajo él buscaron refugio al caer algunos cascotes desprendidos a causa del brusco aterrizaje de la bestia. Quien, una vez hecha su advertencia de fuego, saltó al suelo y comenzó a escudriñar por toda la zona en busca de una posible presa. Con el dragón tan cerca, Galamiel gritó aterrorizada y ambos jóvenes corrieron en busca de un escondrijo donde evitar que se fijase en ellos, pero no lo consiguieron. El grito hizo que el viejo dragón, ágilmente, con un brusco giro de la cabeza, reparase en la pareja mientras corría calle abajo y pasando el cuello a través del arco les siguió con la mirada. Había hecho su elección.
     Entre tanto la temible compaña, en su intención de reunirse con su amo y señor, había ido sembrando el pánico a su paso por las calles de la población y una vez que todos se hallaron congregados a su alrededor, la bestia dejó oír su atronadora voz:
     —La chica —masculló, indicando con la cabeza a la pareja de jóvenes que en esos momentos huía por el centro de la calle—. Traedme a la chica del vestido blanco.
     A continuación, sin añadir ni media palabra, desplegó sus alas y alzó el vuelo sobrevolando a escasa distancia los dos cuerpos, siguió planeando a lo largo de toda la calle y con una nueva llamarada saliendo de su boca se alejó en dirección a las montañas.
     Los seis carros cruzaron el arco uno tras otro, seguidos por el resto de la tropa. Laisor y Galamiel corrían calle abajo, a la zaga de otra mucha gente que huía: todos en busca de un escondrijo seguro donde ponerse a salvo de lo que se les venía encima. Los jóvenes, sintiéndose ya, inevitablemente, el centro de atención de los perseguidores, trataron inútilmente de buscar algún lugar donde ocultarse. Cuando los seis carros les acorralaron en una plazoleta antes de que pudiesen esquivarlos, sin ver escapatoria posible, asumieron la situación y se quedaron inmóviles en el centro del círculo creado por la troupe de perseguidores al completo. Dos de los gigantes peludos bajaron de sus carruajes, y mientras uno de ellos, con amenazadores gestos, lograba que Laisor se tirase de bruces al suelo y se mantuviese inmóvil a punta de lanza, el otro agarró con rudeza a Galamiel y la hizo subir al carro, empujándola hasta dejarla arrinconada a sus pies, luego hizo una indicación con el brazo armado de la lanza y partieron todos en pos de su señor. En el centro de la plazuela únicamente quedó Laisor, tendido bajo el polvo que poco a poco se fue asentando sobre su cuerpo. El muchacho se incorporó y, raudo, comenzó a correr tras los raptores gritando el nombre de su amada.
     A su paso, la gente fue saliendo de los portales, observando al chico con notable aflicción. Algunos intentaron detenerle con frases de consuelo y resignación: «Nada se podía hacer por cambiar lo ocurrido. Así había sido siempre y así seguiría siendo en los tiempos venideros» Pero Laisor, sin prestarles atención, continuó corriendo con la mirada puesta en la densa nube de polvo que se alejaba.
     —¡Galamiel...!

     Encogida en el angosto espacio ofrecido por las tablas, Galamiel, paralizada por el temor, trataba de dominar las violentas sacudidas del carro, que la hacían golpearse una y otra vez contra la tosca pared de madera. A través del limitado hueco que dejaban libre las peludas extremidades del conductor, sus ojos sólo lograban vislumbrar terribles y salvajes figuras de semblantes destemplados y miradas perdidas. Pensó en el destino que le aguardaba y recordando a Laisor dejó que unas lágrimas rodaran por sus mejillas. En ese mismo instante tomó una seria determinación: ¡Ella no sería una más! No... Tal vez no lo lograra, pero pondría todo su empeño en no llegar a ser una más de los jóvenes que a los largo de los años habían sido sacrificados como justificación de unos ritos que apenas alcanzaban a comprender. «Laisor..., amor mío, espérame, volveré». Pensó cerrando los ojos y se dejó llevar.

     Yajor, pues éste era el nombre del dragón, largo rato después de haber llegado a las montañas, esperaba apostado en un saliente próximo a la entrada de la gruta que guardaba su guarida. Pensaba que había tenido suerte encontrando a una joven tan hermosa (cosa que, al fin y al cabo, era un aliciente a sumar) para llevar a cabo el próximo cometido, especialmente marcado para este año; último ciclo de su ya extensa existencia. «A partir de ahora comenzaba una nueva era. Y para ello todo lo viejo había de perecer: dar paso a la sangre nueva, a nuevas energías. La renovación de los tiempos...»

     —Ya vienen —anunció al viento, oteando el lejano horizonte—. Iré a prepararme. Esta noche es especial. Ha de salir todo perfecto.
     Con un graznido de satisfacción el viejo dragón dio media vuelta y se internó en la oscura oquedad.
     Allá abajo, a lo lejos, se podía apreciar como la polvareda levantada del camino al paso de la salvaje horda se hacía cada vez más extensa sobre el dorado resplandor del ocaso.

     Entre tanto, el joven enamorado, después de correr largo tiempo en pos de aquella misma estela, la cual ya apenas alcanzaba a distinguir en la distancia, se dejó caer desfallecido.
     —Tengo que continuar... —se lamentó, mientras, tapándose los ojos con las palmas de las manos, intentaba calmar la presión que saturaba sus sienes—. Debo volver a ponerme en pie y seguir, he de seguir, Galamiel me espera.
     Y lo intentó, pero hubo de desistir. Las piernas no eran capaces de sostenerle y el pecho parecía que le fuese a estallar en mil pedazos con cada impulso del corazón. «Está bien, descansaré un momento y luego iré allí. La noche me ayudará...». Pensó mirando la todavía distante cadena montañosa.

     Galamiel abrió los ojos en el momento en que dejó de sentir el violento traqueteo del vehículo. Con la barrera creada entre sus pensamientos y la realidad había conseguido que ni tan siquiera llegase a ver que se acercaba a su destino. Una manaza ruda y peluda la asió violenta por el antebrazo obligándola a levantarse. Logró contener el gemido que no llegó a salir de su boca y posó los desnudos pies (no recordaba cuando había perdido el calzado) sobre el abrupto terreno. Se encontraba a gran altura sobre la montaña. Por el horizonte, allá abajo, la noche se iba adueñando del mundo circundante; no pudo hallar ningún punto de referencia que le indicase donde se encontraba, pero era plenamente consciente de lo lejos que se hallaba de todo lo querido.
     De nuevo aquel gigante, quien debía sacarle casi un metro de altura, tiró de ella y la condujo hacia la abertura en la pared rocosa. Del interior emergía una mortecina luz de ocres reverberancias. Recorrieron largos túneles con la única iluminación de unas pobres antorchas, y la bestia no soltó su garra hasta el momento en que, con un empujón, la hizo pasar a una lúgubre mazmorra donde quedó sola y completamente a oscuras tras un enorme y rígido portón de férreos cerrojos. Le llevó algún tiempo acostumbrarse a aquella oscuridad, pero, pasados los primeros instantes, fue afianzándose la fortaleza que había descubierto en su interior y comenzó a reconocer a tientas el habitáculo en el que se hallaba. La primera sensación que experimentó fue la de que, por extraño que pudiera parecerle, no se hallaba en ningún frío agujero: las paredes eran lisas y cálidas; encontró algo parecido a un rudimentario camastro: tropezó con él y allí se quedó sentada mientras buscaba alivio para su dolorida rodilla. Algún tiempo después, desde el otro lado de la estancia le llegó un denso crujir de cerrojos y bisagras y se abrió un hueco en la pared. Una ruda figura con voz grave le ordenó desde la penumbra del umbral:
     —Sígueme, mi señor te espera.
     Galamiel estudió al nuevo personaje: aunque de enorme estatura, era un hombre. Estaba confusa. Había algo en él que la hacía pensar que era el mismo gigante peludo y maloliente que la había transportado en su carro tan sólo unas horas antes pero..., su aspecto era completamente distinto: la piel, clara y limpia, y aquellas facciones, a pesar del carácter un tanto agrio que denotaba un perenne mal humor le hacían parecer incluso distinguido y bien parecido. ¡No! No podía ser el mismo. Sin embargo... Cruzó la puerta y lo siguió, esta vez, a lo largo de un amplio corredor suficientemente iluminado por lámparas de aceite simétricamente colocadas sobre resplandecientes paredes de granito pulido, hasta que desembocaron en una admirable sala abovedada, circundada por finas y altas columnas de blanco mármol. Galamiel reparó en las arrugas de su vestido blanco, ahora sucio y roto, con ambas manos intentó alisarlo sin conseguir gran cosa. En el centro del recinto, de pie ante una mesa también de mármol blanco, aguardaba un hombre.
     —Mi señor —saludó el sirviente, con una exagerada inclinación de hombros y cabeza conjuntamente. A continuación se dio la vuelta y se marchó dejando a la joven a solas con aquél desconocido.
     La chica no sabía que pensar. Allí..., Sola e indefensa, traída a la fuerza frente a una situación que, desde luego, no era la que esperaba encontrar. Aquello no tenía nada que ver, ni por asomo, con cualquiera de las ideas que habían cruzado por su mente desde el mismo momento en que fue hecha prisionera. ¡No, aquello no se parecía en nada a lo que había imaginado! Galamiel se sintió desconcertada.
     —¿Cuál es tu nombre muchacha? —inquirió cortes el anfitrión, sin moverse del espacio que ocupaba tras la mesa.
     Ella levantó la cabeza y le miró fijamente a los ojos. No parecía peligroso en absoluto. Su aspecto era intachable: lujosamente ataviado, bien aseado. El pelo, largo y suelto, caía ordenado sobre sus hombros. Era un hombre al que se podía considerar guapo, y nada viejo.
     —No quieres contestar. Bien, no importa. De momento me conformo con que estés serena. No te preocupes, no te pasará nada. Tan sólo deseo que me acompañes durante algún tiempo, después podrás regresar a tu casa, si lo deseas —sonrió y amablemente ofreció a la joven una copa de vino que ya estaba servida sobre la mesa—. Toma, bebe, te sentará bien. Es vino de tu tierra. Bueno, al menos la uva lo es, aunque especialmente elaborado y envejecido en mis propias bodegas, aquí, bajo la montaña. Tomó la mano de la chica, depositó en ella la copa y de nuevo volvió a su posición anterior, al otro lado de la superficie de mármol. Sirvió vino en otra copa, se la llevó a la boca y paladeó el líquido rubí.
     —Perdona mis modales. Paso tanto tiempo sólo que me olvido de las buenas normas sociales. Yo soy Yajor, señor de la fortaleza de Romaián, en las Montañas Brunas; donde ahora mismo nos encontramos. Este es mi palacio, el cual tendré mucho gusto en mostrarte. Pero eso será en otro momento, pues ahora debo dejarte, he de atender otros asuntos; y tú debes prepararte para la cena. Pero, bebe muchacha —alentó nuevamente, mostrando una amplia sonrisa—. No hay nada que temer.
     Galamiel, lentamente, fue alzando la copa hasta sus labios y tomó un sorbo. Entonces Yajor sonrió satisfecho. Dio un par de sonoras palmadas. Al instante acudió un grupo de sirvientas bien aprovisionadas: unas, portaban humeantes jarras de agua; otras, bandejas de plata con aromáticos geles, jabones, colonias, sales de baño; y también suaves toallas, y delicados tejidos de fina gasa.
     El Señor de Romaián dio media vuelta y se encaminó hacia una de las puertas. A punto de salir oyó una débil vocecilla detrás, llena de inseguridad, como un susurro apenas inarticulado:
     —Mi nombre es Galamiel.
     Y volvió a sonreír complacido.

     En cuanto el dorado disco solar comenzó a ocultarse en el horizonte Laisor se puso en pie y emprendió el camino tras su alargada sombra. Corrió y corrió con renovadas fuerzas, sin parar, siempre la vista clavada en las montañas. Lentamente la noche fue tomando posesión de sus dominios. La, ya de por sí oscura, cadena montañosa, haciendo gala de su nombre, fue tornándose aún más tétrica y bruna a medida que el joven amante iba acercándose, pero una firme decisión alentaba sus pasos: «No lo permitiría. Galamiel no. Ya podían romperse todas las tradiciones, caer todos lo dioses y hasta perecer el mundo entero si fuese necesario, pero no abandonaría a su amada a aquél triste destino. Y, él no se quedaría llorando, resignado a perder lo que más quería en la vida. No sabía cómo, pero desbarataría los planes del cruel dragón o... Sí tal vez pereciese en el intento. Pero entonces ya nada tendría importancia».
     Llegó al pie de la montaña y abandonó el cómodo camino para ponerse a trepar por la escarpada ladera. Durante el ascenso avistó un campamento iluminado por algunas antorchas y una gran hoguera. Aunque no hacía tanto frío como para buscar su calor, alrededor de ella se encontraban varias figuras que en ese momento, desde la posición en que se encontraba, no logró ver claramente. Con un pequeño rodeo evitó llamar la atención de aquellos vigilantes y, desde detrás de unas rocas pudo estudiar detenidamente la situación: Ante una fortificada garita, las antorchas, distribuidas de dos en dos y clavadas al suelo sobre largos palos de madera formaban una extensa fila. Allí también estaban los seis carros que habían participado en el asalto al pueblo: torpemente alineados bajo las antorchas, junto con montones de leña y pieles, constituían una burda barricada destinada a detener el avance de cualquier agresor que viniese por el sendero. Y, en primera fila, justamente sobre el mismo camino de acceso, ardía el fuego junto al que estaban las figuras: tres de aquellos grandes hombres peludos de las montañas; aunque pudiera ser que hubiese alguno más en el interior de la garita, donde también se mantenía encendida una hoguera. El ambiente general era de calma. A pesar de mantener dispuestas aquellas medidas de seguridad, nadie esperaba ningún tipo de intromisión. De un nuevo vistazo Laisor descubrió, alentado, un surtido arsenal de armas adosado a la cara frontal de la construcción y, decidido a hacerse con alguna de ellas, comenzó a aproximarse con cautela, moviéndose entre las rocas. Un paso en falso hizo que rodase una piedra suelta y alertó a uno de los gigantes, quien fue a ver lo que ocurría. El chico se ocultó hasta comprobar que el guardián, tras una ligera inspección, al no apreciar nada raro, regresaba al calor de la hoguera. Esta vez Laisor anduvo con pies de plomo en sus movimientos hasta conseguir colocarse cerca de la garita, allí aguardó, al resguardo de uno de los carromatos, oculto en las sombras, hasta que vio la ocasión propicia para acercarse hasta apenas unos pasos de su objetivo: uno de los vigilantes se alejó por el sendero; entretanto, los otros dos mantenían una acalorada discusión entre agresivos gestos y gruñidos.
     Había lanzas, arcos con sus flechas, espadas, puñales, escudos y otros artilugios que el muchacho no supo como llamar; aunque estaba seguro que, en manos de aquellos salvajes, debían ser terriblemente mortales. Se decidió por una afilada espada, eligiendo también uno de los puñales que ocultó en el interior de su bota; después, con sigilo, se desplazó nuevamente hasta la misma roca que antes le había dado cobijo. De nuevo algo alertó al guardián y dejando la discusión con su congénere se dirigió hacia el lugar que había llamado su atención por segunda vez. Con la destreza propia de una cabra montés brincó desde el suelo y se encaramó sobre una enorme roca, y continuó saltando de roca en roca hasta que se situó justamente en el lugar de procedencia del objeto de su inquietud; pero allí no había nada. Con sólo levantar la vista hacia la pared montañosa, el corpulento peludo habría podido descubrir la silueta que en aquellos momentos trepaba por ella intentando evitar la luz directa de la luna.
     Escalar por el escarpado risco en aquellas condiciones suponía una tarea agotadora, pero Laisor no podía flaquear ni un solo instante; cualquier desliz, el menor de los descuidos, podía costarle la vida o, en el mejor de los casos, poner sobre aviso a los guardianes y echar al traste el factor sorpresa, que era la mejor baza con la que contaba para llevar a cabo su plan. Lentamente fue ascendiendo hasta encontrar un amplio sendero que conducía justo a la entrada de la gruta.

     Tras el baño Galamiel se sintió completamente revitalizada. Jovial y ligera. El suave vestido de colorida gasa que le habían proporcionado ondeaba, friccionando gratamente contra su piel, al andar acompañada por un séquito de hermosas doncellas que hablaban y reían con radiante entusiasmo recorriendo los resplandecientes corredores. Una gran puerta de recia madera, engalanada con relieves de jocosas escenas festivas, les dio paso a un igualmente esplendoroso salón repleto de mesas surtidas con la más variopinta variedad de apetitosos y suculentos manjares que la chica jamás había visto. Colgadas del techo, tres inmensas arañas confeccionadas con distintas piedras preciosas derramaban un raudal de destellos multicolores sobre las cabezas del numeroso grupo de animados comensales allí congregados. Y, en el centro absoluto del conjunto, pletórico en toda su magnitud, encontró Galamiel a su dueño y señor, el Conde Yajor de Romaián, quien la recibió con una amplía sonrisa, invitándola a tomar asiento a su lado.

     Laisor, siempre cuidadoso en sus movimientos, se fue acercando poco a poco a la explanada ante la gruta, a su pesar pudo comprobar que el lugar se hallaba sólidamente custodiado. No iba a ser nada fácil sortear el obstáculo que representaba la numerosa y diversa hueste que acampaba por todo el perímetro de absceso. Si quería entrar por allí, habría de burlar aquella prieta barrera. Aferró resuelto la espada, dispuesto a emprender el trance, cuando un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Giró la cabeza encontrándose con unos ojos inyectados en sangre que le observaban maliciosos desde encima de un montículo cercano. Con las fauces abiertas y un ronco rugido un fiero lobo de gran tamaño saltó sobre él. Laisor sólo pudo alzar el brazo con el arma antes de sentirse violentamente empujado contra el suelo, pero logró incorporarse rápido y comprobó que el animal yacía ante él, sin vida, con la espada clavada en el pecho; posó un pie sobre el cadáver y, triunfante, extrajo el ensangrentado acero. Gracias a los dioses el suceso no había hecho saltar la alarma, el campamento seguía en calma y el tenía conseguir sortearlo, debía seguir, pasar por allí, llegar ante la entrada como fuera. De entre una pila de enseres de la tropa sacó un raído capote de piel, reseco y maloliente, y con él puesto, aunque le llegaba a los tobillos y sentía los pliegues acartonados hiriendo su piel, salió de las sombras y osó caminar entre los guardianes. Ya casi había logrado llegar a la entrada cuando otro lobo, de entre el grupo que permanecía tendido en el suelo, al olfatear algo extraño levantó la cabeza y gruñó a su paso. Justo en ese momento salía de la gruta uno de los gigantes y reparó en el pequeño encapuchado que se dirigía derecho hacia él. Laisor, pendiente del lobo, no reparó en lo que le venía de frente y se dio de lleno contra aquella ingente masa muscular; la capucha cayó de su cabeza, quedando totalmente al descubierto. El sorprendido gigante arremetió contra el intruso y se encontró con un tajo mortal en el pecho. Al momento varios lobos se irguieron amenazantes y ya todos los vigilantes quedaron alertados de la presencia del intruso. El joven dejó caer el capote al suelo y emprendió una loca carrera hacia el interior de la gruta, perseguido por todas las bestias. Corrió como llevado por el viento de un pasadizo a otro; abandonó los iluminados y se internó por los carentes de toda claridad en busca de protección. Correr por ellos era imposible, a riesgo de estrellarse contra alguna pared, o caer en algún peligroso agujero; así que hubo de avanzar despacio, tanteando los muros y pisando sobre seguro. Al menos, le parecía que había cesado la persecución. Pero no era así. De pronto cuatro pares de diminutos puntos luminosos le cerraron el paso y, sin pensarlo dos veces, comenzó a hender la oscuridad a golpe de acero. Seis de los puntos se apagaron para siempre y los restantes se dieron la vuelta y desaparecieron a la carrera, aullando de dolor. La pierna izquierda le ardía por debajo de la cadera, tocó el lugar preciso con la mano y la retiró húmeda, el contacto con la herida abierta le produjo una insoportable quemazón haciéndole caer de rodillas. A continuación, un golpe en la cabeza lo dejó sin sentido.

     Cuando despertó, Laisor creyó que todo lo ocurrido había sido una pesadilla y que se encontraba en su propia cama. Por un momento tubo esa sensación, pero sólo durante un momento, pues en cuanto intentó levantarse el dolor en la pierna le devolvió a la realidad. No conseguía ver nada. Palpó su cabeza y también le dolió el enorme chichón que encontró. Esa era la realidad: estaba herido y prisionero. Al final habían conseguido detenerlo. Pero, ¿por qué no lo habían matado? Y Galamiel, ¿qué habría sido de ella? ¿Estaría viva todavía, o acaso...? No quería pensarlo.
     ¿Dónde le habían metido? Ahora pudo distinguir un débil fulgor, apenas un halo de luz procedente de algún impreciso lugar, pero suficiente para ver que se encontraba en una especie de mazmorra de grandes proporciones, y húmeda. Hacía frío y tenía todo el cuerpo dolorido. No sabía cuanto tiempo había permanecido allí inconsciente, tendido en aquel duro y frío suelo. Con sorpresa descubrió que aún tenía en su poder el puñal oculto en su bota; por lo visto sus aprehensores no lo habían registrado en busca de ninguna otra arma después de haberse quedado, sin duda, con la espada que tan buen servicio le había prestado.
     —¿Quién eres tú y por qué motivo osas invadir mi morada?
     La voz, bronca y exasperada, hizo que se sobresaltase. No sabía que allí hubiese alguien más y, a causa de la reverberación propia del lugar, tampoco pudo saber de donde provenía exactamente la pregunta.
     —¿Y tú? ¿Quién eres tú? —preguntó al vacío, con voz firme, retador.
     Se oyó un atronador rugido seguido de una llamarada que trajo por un instante algo más de luz al recinto y Laisor descubrió a su interlocutor.
     —Aquí las preguntas las hago yo —gritó el dragón, y con un tremendo golpe de su cola hizo que una gran piedra saltase hecha pedazos—. Te atreves a venir a mi casa, robas, matas a mis servidores... ¿Qué es lo que buscas? No quieras enfurecerme o te aplastaré como a un vil insecto.
     —Eres tú quien me ha robado a mí. Libera a Galamiel y déjanos marchar.
     Una nueva lengua de fuego salió de las fauces del dragón y al joven no le quedó más remedio que retroceder protegiéndose la cara con el brazo.
     —De ella me he encargado ya —aclaró, visiblemente ofuscada la bestia—. Y pronto me ocuparé también de ti, pequeño rebelde.
     Yajor dio media vuelta y salió de la celda. Tras el crujir de los cerrojos el silencio y las tinieblas rodearon nuevamente al joven. De inmediato se puso a inspeccionar la estancia en busca de alguna posible salida. Mientras intentaba llegar al lugar de donde procedía la tenue iluminación estuvo a punto de caer a un pozo abierto junto a la pared, pero al fin tuvo suerte y, tras trepar con dificultad por la resbaladiza superficie, logró llegar al la boca del angosto túnel por donde se filtraba el haz de luz diurna. A gatas recorrió un largo y empinado trecho hasta hallarse junto a un agujero abierto al cielo. Consiguió pasar por él saliendo al aire libre sobre un risco, muy por encima de la entrada a la gruta y del campamento, donde no se apreciaba ningún tipo de actividad en esos momentos.
     —Tengo que volver a entrar —sentenció determinantemente, olvidándose de la euforia experimentada apenas unos segundos antes—. Debo encontrarla como sea... No me iré de aquí sin saber lo ocurrido.
     Unas lágrimas nublaron la vista del joven enamorado recordando las últimas palabras pronunciadas por la bestia, secó sus ojos con la manga de la camisa y emprendió el descenso por la ardua pared. Mientras lo hacía iba pensando como volver a entrar. Esta vez tenía que conseguir hacerlo sin delatar su presencia. ¿Cómo podría lograrlo? Se le ocurrió que, si toda la guarida de la bestia se encontraba bajo la montaña, entonces, al igual que la mazmorra en la que había permanecido encerrado, otras estancias de la gruta estarían también provistas de conductos para la entrada de aire, similares al que acababa de recorrer. Y si aquel le había servido para salir del interior de la montaña, otro le volvería a introducir de nuevo en ella.
     Solamente en la parte en que se hallaba, existían tres claraboyas, además de la que ya conocía; y hubo de recorrer las tres: dos de ellas en ambos sentidos, ya que conducían a otras distintas mazmorras, pero la tercera le llevó hasta situarlo directamente encima de varios fogones que, afortunadamente, en ese momento permanecían apagados. El lugar estaba completamente desierto y no oyó nada procedente de los anexos cercanos, así que decidió aventurarse y probar suerte por allí; no obstante anduvo sigiloso y fue parapetándose en los resquicios que se prestaban a ello, tratando de evitar cualquier posible encuentro desafortunado, pero no halló a nadie en su camino.
     El interior de la gruta, aunque se apreciaba a simple vista que había sido bastante bien trabajado, no se acercaba en absoluto a la idea que Laisor tenía sobre lo que era un confortable hogar. Aquel sitio no podía ser cómodo para nadie. Claro que él no pensaba que allí viviesen personas... Personas normales, quería decir. Quiénes podían habitar en semejante antro sino aquellos grandes seres peludos y salvajes, mitad hombres y mitad bestias, y sus compinches, bestias propiamente dichas; incluido el malvado dragón, causa de todas sus desdichas. Si, ciertamente, el dragón si que podría considerar aquella cueva como su hogar, el lugar se adaptaba perfectamente a su envergadura: holgados pasadizos y vastas cámaras; todo amoldado a la dura piedra viva y a las elevadas techumbres. Un espacio arrebatado al corazón de la montaña. Inmerso en estas cavilaciones se encontraba Laisor cuando, desde el exterior, le llegó el bronco resonar de unos cuernos. Algo debía estar pasando allí afuera. ¡Claro...! Seguramente se habrían percatado de su huida y ahora estarían reuniendo a toda la tropa para buscarle. Pero lo que ellos no podían imaginarse era que él, en vez de salir corriendo y alejarse de allí lo más lejos y rápido posible, hubiese vuelto a meterse en la boca del lobo. Laisor, se sonrió.
     De nuevo llegó hasta él el clamoroso eco de los cuernos, unido esta vez al mucho más cercano retumbar de pasos a la carrera y gruñidos. Pero lo que ahora oía no estaba fuera, no, estaba allí, adentro, y cada vez más cerca: Ahí mismo, resonando por todo el pasillo, avanzando hacia donde él se hallaba. Miró por todas parte en busca de algún punto por donde escapar, pero... Justamente en todo aquel largo conducto no existía hueco alguno por el que poder quitarse de en medio. Únicamente las dos infinitas paredes y un robusto banco, hecho a base de troncos resecos, adosado a una de ellas. Y los pasos, cada vez más próximos... ¡Un banco de troncos...! Laisor acertó a meterse debajo justo en el momento en que vio aparecer por el fondo del pasillo al grupo de gigantes. Pasaron junto al banco y el polvo que levantaban hizo que el joven casi no pudiera contener un golpe de tos. El último de los soldado del grupo creyó oír algo, se detuvo un instante, y luego prosiguió su camino. Laisor, tras unos momentos de espera, después de comprobar que no se acercaba nadie más, salió de su escondrijo y siguió adelante en su intento de localizar el lugar donde podían tener prisionera a su amada.

     Galamiel despertó de un pesado sueño. El cansancio y abatimiento interior que sentía lo achacó al rudo camastro en el que se encontraba y a las continuas pesadillas que había tenido. No recordaba cuando habían vuelto a dejarla allí. Su último recuerdo era el haber estado en presencia de un hombre que le dijo ser el señor de aquel lugar, y quien la invitó a beber vino de una copa de cristal. Ante ese hombre había experimentado un fugaz estremecimiento, pero en ningún momento le había inspirado temor; esas sensaciones sí las mantenía frescas en su memoria. Mas después de ese momento su mente se nublaba sin lograr añadir ningún otro detalle coherente.
     Ahora se hallaba de nuevo en su encierro, totalmente desconcertada. Unos apagados ecos llegaron hasta sus oídos. ¿Qué era aquello? Escucho atenta y pudo identificar las graves reverberaciones de unos cuernos de caza. Intentó oír algo mejor definido, algo que le pudiese indicar qué era lo que realmente sucedía; pero entonces, lo que le llegó con bastante claridad fueron unos pasos al otro lado de la puerta y, a continuación, el chirriar de los cerrojos a ser descorridos. Dos gigantes peludos, lanza en mano, se dirigieron directos hacia ella y asiéndola, impetuosos, cada uno de un brazo, la sacaron de allí. La chica, no pudiendo soportar la brusquedad del acto, dejó escapar un grito exasperado.
     Laisor, recorriendo cámaras y pasillos, desesperado ya de su infructuoso registro, oyó aquél grito, extrajo el puñal de su bota y corrió encolerizado hacia el lugar de donde había llegado la queja.
     —Galamiel, aguanta, ya estoy aquí —anunció, resoplando al viciado aire del pasillo y sin temor a ser descubierto.
     La carrera acabó en una extensa caverna de toscas paredes, llena de estalactitas y estalagmitas entre las que concurrían indefinidas rutas y pasajes. Por uno de ellos transitaban, presurosas, tres figuras. Era Galamiel. Al fin la hallaba. Y aquellos dos individuos, casi obligándola a ir a rastras, la alejaban de él. Corrió nuevamente y de un salto se colgó a las espaldas de uno de ellos clavándole el puñal, con un hábil movimiento, justo en el pecho, sin darle a la bestia tiempo de reaccionar. Ambos, víctima y agresor, cayeron al suelo. Inmediatamente, soltando a su presa, el otro gigante, enfurecido, asestó un revés al joven mientras intentaba ponerse en pie y lo lanzó contra una gruesa estalactita, luego se fue hacia él dispuesto a acabar con su vida antes de que lograra reponerse; pero nunca llegó. Una mortal punzada en la espalda paró su avance. Mientras caía al suelo, Galamiel, aterrorizada, dejó de sujetar la lanza y fue a arrodillarse junto a su amado Laisor, ayudándole a levantarse.
     Los enamorados unidos en un fuerte abrazo celebraron el reencuentro con un largo y apasionado beso.
     —Vamos, tenemos que salir de aquí cuanto antes —apremió Laisor, y tomando a Galamiel de la mano la condujo hacia los pasadizos—. Debemos tener mucho cuidado al salir, ahí fuera estará todo plagado de bestias en mi búsqueda.
     —Pues, ya somos dos —exclamó Galamiel, fortalecida—. Y si vienen, que vengan y nos encontrarán. Ya creo que nos encontrarán. No tengo intención de volver a caer en sus garras. Prefiero morir antes que eso vuelva a ocurrir, pero ten por seguro que a alguno más me llevaré por delante antes de que eso ocurra.
     Consiguieron llegar hasta los apagados fogones sin contratiempos. Todo el grueso de la tropa debía estar participando en la afanosa, aunque incierta, cacería del exterior. Laisor sonrió mientras observaba como la chica se introducía por el respiradero y luego la siguió. A medida que se iban aproximando a la boca del túnel fue llegando hasta ellos, con toda claridad, el bullicioso ajetreo del exterior: aullidos, graznidos, bramidos y otros indescriptibles sonidos, entremezclados con el denso pisoteo de las numerosas y rudas pezuñas en sus continuos desplazamientos. Una vez fuera, desde la altura a la que se hallaban, los jóvenes tuvieron una clara visión del ingente trasiego que tenía lugar, tanto en los montes colindantes, como a lo largo y ancho de todo el valle.
     —Nos moveremos con cautela. Tenemos que conseguir llegar hasta aquella arboleda —dijo Laisor, señalando el grupo de árboles situado a unos trescientos metros de distancia del primer campamento—. Una vez allí, será más fácil encontrar un refugio donde escondernos y esperar la noche para alejarnos de aquí. Pero antes, consigamos algunas armas. Ven, sígueme —empezaron a descender intentando evitar los espacios abiertos—. Será difícil esquivar todas esas miradas, lo sé, pero lo lograremos. Confía en mí. Saldremos de esta.
     Consiguieron llegar hasta el campamento y pararon para evaluar detenidamente la situación. Sólo un guardia había quedado custodiando aquel paso y las armas. De pie junto a la garita, el gigante, no se percató de las dos sombras que se deslizaron hasta escasos metros de su posición, justa la distancia que necesitó el chico para arrojar el puñal y atravesarle la espalda. Galamiel tomó un arco y un carcaj repleto de flechas, Laisor escogió una bruñida espada de ancha hoja, luego corrieron al descubierto, sendero abajo. Lo más importante era alcanzar la protección de los árboles.
     No tardaron mucho en percatarse de que habían sido descubiertos. Dos rabiosas hienas de bocas chorreantes de blanca espuma venían tras ellos, acortando distancia notoriamente, y detrás de ellas un enorme oso negro las seguía a escasa distancia. Sin detenerse, Galamiel colocó una flecha, tensó el arco y logró detener a una de las atacantes en plena carrera. La otra siguió idéntica suerte al encontrarse con el acero del joven Laisor.
     —Corre, no te pares —apremió el chico—. Métete entre los troncos de los árboles, yo me ocuparé de este —y se plantó con firmeza para hacer frente al enorme plantígrado que se acercaba.
     Antes de irse, Galamiel disparó una nueva flecha que fue a clavarse en el hombro de la bestia, aunque sin lograr derribarla. Laisor blandió el arma con energía.
     —Vete ahora —ordenó sin volver la vista, y soltó un grito desafiante dirigido a su atacante.
     A escasa distancia, el animal saltó sobre su presa, pero sólo halló el polvo. Laisor, ágil y previsor, había logrado, con un salto en el último instante, esquivar la terrible acometida. Galamiel, ya entre los árboles, sintió encogérsele el corazón y ahogó un doloroso lamento a la vez que contemplaba como el joven, igual que si hubiese sido accionado por algún tipo de resorte elástico, volvía al lado de la caída bestia, asestándole una estocada mortal en el corazón. Pero ya era tarde para huir otra vez. Ambos jóvenes pudieron comprobar que casi la totalidad de los cazadores estaban sobre su pista y como, en grandes grupos, todas las fuerzas enemigas se dirigían hacia ellos desde los cuatro puntos cardinales.
      Y había alguien más que se había sumado a la cacería.
     Haciendo gala de su destreza en los aires, el viejo dragón, que acababa de contemplar lo ocurrido a los pies de la montaña, furioso, se lanzó sobre el osado intruso y, desplegando las alas en toda su magnitud, planeó peligrosamente a escasa distancia del suelo, arrastrando tras de sí una tormenta de arena que engulló al aguerrido joven.
     Una vez la nube se hubo disipado, Laisor se encontró cara a cara con su adversario: esperando inmóvil, desafiante. Una densa lengua de fuego recorrió el espacio que los separaba y pasó por encima de la cabeza del chico, quien no tuvo más remedio que echarse de rodillas al suelo. Momento que aprovechó el dragón para ir a por él, fauces y garras abiertas...
     Galamiel no había permanecido impasible entre tanto. Actuando fríamente ante la dispar agresión, había tensado su arco y disparado, no una..., ni dos..., sino tres veces, sus certeras flechas. El viejo Yajor sintió cómo tres afilados aguijones atravesaban las escamas y la dura piel a lo largo de su cuello, y pudo sentir también cómo esos aguijones le arrebataban la vida. Las fuerzas le fueron abandonando hasta que ya no pudo seguir adelante. Con el último estertor la terrible bestia alcanzó a gruñir su postrer alarido. Y allí se quedó, a punto de dar el siguiente paso, posada sobre sus patas traseras, inerte.

     Galamiel corrió a reunirse con su amado, dispuesta a morir con él en el ataque que se avecinaba. Todas las bestias iban cerrando el cerco en torno a ellos. Entonces, inesperadamente, el cuerpo del gran dragón comenzó a arder desde su interior y quedando en muy poco tiempo totalmente envuelto en llamas. Y en aquel momento todos los presentes fueron testigos mudos de cómo una velada figura humana surgía de entre el fuego, elevándose por los aires hasta fundirse con las nubes. Galamiel creyó reconocer en aquellos borrosos rasgos a alguien que una vez había conocido, un recuerdo vago y distante.

     Sin haber salido aún del asombro por lo que acababan de contemplar, ante los atónitos ojos de los amantes se produjeron otros dos hechos igualmente sorprendentes: Tras la desaparición del dragón, todas las bestias que habían estado a su servicio se esfumaron también, desvaneciéndose entre nubes de polvo. Y, por otra parte, aumentó el asombro de los jóvenes el hecho de que en el lugar donde se había consumido el cuerpo del dragón ahora se erguía un enorme, retorcido y desnudo tronco de olivo.
     Por lo demás, en el valle, todo era paz y quietud.

     Los amantes de Palmar, al fin, libres de tanta presión, dejaron que las armas cayesen de sus manos, se miraron a los ojos y se fundieron en un impetuoso beso antes de emprender el regreso. Si hubiesen dejado por un momento de lado las expresiones amorosas y hubieran vuelto la vista hacia las ramas del centenario olivo, podrían haber visto la verde hoja que había brotado allá arriba, justo en lo más alto.

2 comentarios:

  1. Bueno pues ya estoy aquí,te mentiría si te dijera que he leido el relato entero,es que leer en la pantalla me cuesta mucho, no significa que no lo vaya hacer,me quedé cuando van a llevar a Galamiel ante el dragón, lo que he leido me ha encantado, escribes muy bien, sabes que en Chiclana hay un grupo literario de Letras Libres que se reunen para escribir y luego editan ellos mismos un libreto de cositas que ellos mismos han escrito, Pedro Estudillo el marido de mi compañera pertenece al grupo y tiene un blog, este es un enlace a un relato sobre su madre http://existiresresistir.blogspot.com/2010/04/la-persona-que-mas-admiro-del-mundo.html, mi blog tiene mas imágenes que palabras,te lo dejo aquí para que veas alguanas de mis fotos, aún no son muchas.
    http://elinteriordesconocido.blogspot.com/
    Espero seguir en contacto contigo.

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  2. Se me olvidaba, ya te pasaré las fotos, es que ahora no puedo retocarlas...uauaua mi photoshop,mi ordenador quiero que me lo traigan ya.

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