jueves, 17 de junio de 2010

EL CONTRATO

     Apenas faltaban dos minutos para la media noche.
     Las manecillas en la iluminada esfera de reloj, sobre el campanario de la catedral, eran el único signo de actividad apreciable de toda la plazoleta. Crucé la explanada y luego bajo uno de los elevados arcos que conformaban el pasaje abovedado de la cara principal del viejo edificio de correos: una suntuosa construcción de estilo renacentista, fechada en el año 1527. En la semipenumbra del pasaje logré identificar la pequeña puerta con la letra omega (Ω) tallada en la piedra del muro, sobre el dintel, y, sin ninguna dificultad, logré abrirla con sólo una ligera presión. A tientas descendí por los desgastados escalones, seis o siete, que desembocaban en un lóbrego y angosto pasillo. Las paredes resudaban tanta humedad que hube de retirar mis manos heladas de ellas. En el fondo de mi consciencia una duda luchaba por aflorar: ¿Habría hecho bien en acudir a esta cita? Palpé el bolsillo interior de mi cazadora, donde conservaba la escueta nota que había recibido tan sólo un par de días antes.

Al sr. Abel Ruiz.
En atención a su demanda, Nos, nos complacemos en comunicarle que nos viene a bien emplazarle, en la fecha y hora indicada, y en la dirección que usted ya conoce, con la finalidad de formalizar su contrato con Nos.
Día: 29 de febrero
Hora: a las 00:00

     No era que mi vida hubiera sido un desastre total, pero la verdad es que, a mis treinta y nueve años recién cumplidos, tampoco había gozado de las cosas que consideraba necesarias para vivir dignamente dentro de la sociedad y el tiempo que me había tocado vivir. Había podido estudiar y acabar una de esas carreras que se consideraba con “salida” pero, al finalizarla y para poder mantenerme, hube de recurrir, como la gran mayoría, a echar mano de lo primero que salía; emprendí varias labores de las que mejor no quiero acordarme, y las tuve que ir desechando, una tras otra, hasta llegar a la situación en que me encontraba en esos momentos: sin trabajo, sin dinero y a punto de que me echasen de la casa que a duras penas había logrado ir conservando.
     Y heme allí. Tenía la oportunidad de conseguir remontar el bache y emprender una nueva vida. ¡Una vida a la medida de mis deseos!

     Desde el fondo del pasillo, el tenue fulgor anaranjado de una luz de emergencias me invitó a continuar hasta las dos puertas —la una frente a la otra, las dos iguales, y las dos cerradas— que se encontraban situadas justamente debajo de dicha luz. Con determinación empujé la única de las dos que se hallaba coronada por otra omega (Ω), idéntica a la situada en la fachada exterior del edificio, y pasé a otro pasillo, copia exacta del que acababa de dejar atrás. Al fondo otra luz y otras dos puertas más. Allí encontré el tercer signo (Ω). El punto final.
     La puerta se hallaba ligeramente entornada, a través de la rendija pude entrever parte del interior. Había estado allí en una ocasión anterior, apenas unas semanas antes; al entrar pude comprobar que todo continuaba igual, sin el menor cambio. Las cuatro lámparas de aceite reverberaban desde su simétrica disposición, adosadas al centro de cada una de las cuatro paredes, montadas sobre los elaborados pies de hierro forjado; tres de ellos carentes de cualquier otro tipo de ornamentación, salvo el cuarto, ante la pared situada a la izquierda de la puerta, donde un impresionante hogar ardía intensamente en el centro de enormes estanterías, absolutamente repletas de ejemplares de libros antiguos. Eran libros grandes, y de pequeño formato, encuadernados en piel, en tela, y otros de diversos materiales. Había también algunos volúmenes de enorme formato, de oscuras y ajadas encuadernaciones que denotaban el continuo manejo al que eran sometidos. Ante la chimenea se hallaba situada una extensa y maciza mesa, de oscura madera, con sólo dos sillas de altos respaldos, situadas la una frente a la otra, a ambos lados de la tabla y en una de ellas, justo ante del fuego, se encontraba el hombre que me había enviado la nota; solemne, inmutable, aguardando con las palmas de las manos colocadas sobre la rústica superficie.
     —No dudaba que acudiría a nuestro encuentro sr. Ruiz. Llega usted exactamente a la hora indicada. Gracias por su consideración —su voz, melodiosa, entonaba cada sílaba con justa precisión; modulando cada vocablo—. Tenga usted la amabilidad de tomar asiento. Por favor —dijo mientras me indicaba la silla vacía frente a él.
     Asentí con un ligero movimiento de cabeza y me senté en silencio. El calor desprendido por el hogar era sofocante.
     —Espero que siga manteniendo el propósito de ultimar nuestro acuerdo —mientras hablaba, sin mover apenas un sólo músculo facial, mantenía la mirada clavada en mis pupilas—. ¿No irá usted a echarse atrás en el último momento? ¿Verdad sr. Ruiz? —entonces esbozó una escueta sonrisa, no exenta de cierto toque cínico.
     Viéndole allí sentado, me pregunté cómo podía ser que, aún estando de espaldas a la lumbre, aquellos ojos reflejasen tal brillo que parecía encender toda su cara. En realidad, todo él en conjunto, ofrecía un aspecto envidiablemente atrayente. Aparentaba unos cincuenta años pero, indudablemente, debía ser mayor; había signos en él, pequeños detalles apenas perceptibles a simple vista, que así lo denotaban. Como por ejemplo sus manos. Esas manos consumidas, sólo piel y huesos, llamaron particularmente mi atención. Según el dicho popular, las manos de una persona no engañan. Era evidente que el elegante traje negro, hecho a medida, que vestía le ayudaba mucho a mantener el tipo, aportando un sutil toque de majestuosidad a su esbelta figura.
     —No tema por ello —respondí, sosteniendo su mirada—. He llegado hasta aquí y continuaré adelante en mi empeño. Como le dije en nuestra anterior conversación, su oferta se amolda perfectamente a mis propósitos y, por ello, estoy dispuesto a llegar hasta donde haga falta. Así que, si no tiene inconveniente alguno, dejemos los prolegómenos y pasemos a considerar los detalles de nuestro contrato.
     —Muy bien. Así me gusta a mí la gente. Veo que es usted una persona que sabe lo que busca. Algo que, hoy en día, desgraciadamente, es raro de encontrar —exclamó mientras se respaldaba en su asiento y, mesándose con estudiado gesto la esmerada perilla que lucía, continuó—. Sin embargo, antes me gustaría que tomásemos una copa. Un buen trago siempre ayuda a entrar en calor y enardece los ánimos.
     “¿Aún más calor?” Recuerdo que pensé. Justo en ese instante, como si sólo hubiese esta esperando una señal, se oyó el crujir de unos goznes y se abrió el hueco de una puerta giratoria entre las filas de libros, dando paso a un extraño personaje empujando un surtido carro-bar, repleto de botellas con una gran variedad de licores, y vasos y copas de fino cristal que fulguraban al brillo de las llamas. El sirviente era un anciano de indefinible edad, a decir de las muchas arrugas, profundamente marcadas, que surcaban su rostro. Apenas podía dar un paso delante del otro y arrastraba los pies ayudado por el apoyo que le ofrecía el carro.
     —Este es Clemente, mi fiel servidor —indicó el anfitrión, sin molestarse en mirarle, sólo con un simple ademán—. Algún día, Sr. Ruiz, puede que llegue a conocerlo usted bien. Él no puede hablar, pero oye perfectamente. Pídale lo que desee beber.
     Saludé al hombre con un movimiento de cabeza pero él ni siquiera se inmutó. Tan sólo oí, como respuesta, el tintineo de los cristales al detener el carro junto a su señor.
     —Un brandy me sentará bien. Gracias. —pedí, aunque sólo fuera por no parecer descortés.
     El anciano, quien ya andaba manipulando algunos de los utensilios que traía, procedió parsimoniosamente a preparar las bebidas. Vertió el brandy en una enorme copa tipo balón, de ancha boca; tras ofrecérmela, se enfrascó en la tarea de encender un infiernillo de alcohol y colocar sobre él, en un soporte especial para ello, la copa con la bebida de su señor. Una vez hubo acabado de servirle, volvió a empujar su carro y salió de la estancia de igual modo que había llegado. En ningún momento vi en él el menor signo de emoción, ni, siquiera, llegó a levantar la cabeza.
     Mi anfitrión, tras paladear un sorbo detenidamente, depositó la copa sobre la mesa y luego la desplazó hacia un lado, deslizándola suavemente sobre la madera.
     —Ahora podemos pasar a los negocios. Concluyamos nuestro acuerdo —tomó uno de aquellos enormes libros, uno con tapas de piel oscura que durante todo el tiempo había estado a su alcance, sobre la mesa, y lo abrió—. Aquí se hallan recogidos todos los puntos de nuestro acuerdo: Lo que usted me solicita, y también lo que me ofrece a cambio. Puede comprobar que todo es correcto.
     Extendió hacia mí el volumen abierto. Yo, alzándome sobre la mesa para alcanzarlo, asentí con un “gracias” y me puse a leerlo detenidamente. Luego, ambos firmamos el contrato.

     No me importaba nada más. Sólo quería conocer el sabor del éxito. Vivir la vida hasta el límite y gozarla. Y eso para mí no tenía precio. Estaba dispuesto a pagar lo que fuese necesario, aunque el coste fuese la misma vida. Pero que más daba. Para entonces, cuando me pasasen la cuenta, ya habría vivido mi sueño. Al fin y al cabo, ese es el precio que ha de pagar todo el mundo. En definitiva, toda vida se paga con la vida.

     En el reloj, sobre el campanario, repicaban las doce cuando abrí la pequeña puerta y salí a la penumbra del pasaje, bajo el viejo edificio de correos. Por un momento creí sentir el azote del gélido viento del norte en aquella noche invernal, pero la sensación no duró mucho. Noté como un nuevo vigor tomaba posesión de mi cuerpo y todo en mí cambió. Hasta la noche cambió. Estaba contento, seguro. Sabía que había hecho un buen trato. Ahora tenía resuelto el porvenir. Podría tener todo lo que quisiera sólo con desearlo.
     Y lo conseguí, logré dinero y viajé por toda la tierra. Conocí a mucha gente, y a mujeres que me amaron y a las que yo también amé. Tuve hijos, muchos, y me gusta pensar en que no hubieron de pasar penalidades nunca; ni ellos ni sus hijos, y si me apuran, ni los hijos de sus hijos, quienes andarán por ahí, en cualquier parte del mundo, en estos instantes. Yo estoy aquí, han pasado ciento cincuenta y ocho años desde que firmé aquél contrato con mi señor. Si, estoy aquí. No puedo hablar por que me falta la lengua, mi señor la exigió en su momento como parte del pago; ni, apenas, puedo caminar, el paso de los años no perdona, pero consigo llegar a donde sea menester, con el apoyo y el tiempo necesario; y puedo pensar, la lucidez no me ha abandonado. Ahora, todos me llaman Clemente. Y, a esto, ya no se le puede llamar vida. Pero no me quejo, al menos no mucho.

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