martes, 14 de septiembre de 2010

EL BAILE (Crónicas de Curro Jaramillo)

     ¡Esa ventana! Que alguien cierre esa ventana. Pero qué digo, quién va a cerrar la ventana si aquí no hay nadie más. Además la ventana ya está cerrá; cerrá y bien cerrá, con las cortinas echás y la persiana bajá. Pero, claro, encima de la acera y a pie de calle como está, cómo va a evitar que todo ese alboroto llegue estrepitoso hasta el mismo lecho, martirizando mis oídos. Más de dos días con sus noches debo llevar postrado en esta cama, si no cuento mal. La peor resaca que recuerdo, aún no terminan de aplacarse los últimos efluvios etílicos y ya se armó la “marimorena”. Menudo jaleo tienen ahí afuera. Durante un momento imaginé que todo formaba parte de un sueño, pero en cuanto he puesto los pies en el suelo, y con la cabeza aún dándome vueltas por dentro, he podido constatar que todo es real. A ver si, aunque sea a tientas, puedo llegar hasta la ventana, a descorrer una de las patas de la cortina y entreabrir un poco el portillo, un poquito, no más; sin atreverme aún a levantar la persiana que aguanta la claridad. La tarde avanzada va, pues la sombra domina gran parte de la vía ya. Es mi calle un lugar no muy propenso al tránsito de viandantes, en parte debido a lo apartada que queda del centro del pueblo, y en parte a que no tiene otra salida que una plazuela pequeña y recogidita, que da al borde de un montículo, desde donde se puede admirar toda la vega y la ribera del rio que va a la mar. Por eso es que, habitualmente, todo el que pasa por aquí, o bien vive en uno de esos portales, o poco más allá; toda gente conocida con nombre y apellidos, y un amplio surtido de motes además; como Juan “El Puya”, quien, precisamente, es el que ha montado todo ese jaleo que me ha sacao de la cama, sí, ese que ahora mismo grita, ahí, plantao en medio de la calle convocando a media vencindad:
     —Manuela, Perico, “Zurdo”, venirse pa casa de la Rosario, que yo voy a buscar al “Niño la Guita”, al “Pamplina y alguno más.
     ¡Menuda cuadrilla! La cosa parece fuerte de verdad; algo grande se va a montar, más, sobre todo teniendo en cuenta que “El Puya” no se habla con Perico desde mucho tiempo atrás (disputas de juego y copas, que los dos son tal para cual; pero na serio al final, que son buenos amigos, y compadres, vamos: uña y carne, pero cuando andan por medio el vino y las cartas, ya se sabe (ese es otro cantar). Además, el hecho de que anuncie en busca de quienes anda ya apunta a juerga con seguridad: Ni más ni menos que “El de la Guita” y “El Pamplina”, lo más sonao del gremio flamenco local, tocaó fino de guitarra el uno, palmero apañao el otro como el que más. De seguro que el jolgorio tendrá para toda la noche, eso si no se alarga y empalman con la siguiente, que es lo más probable, o más si les apuran; que estos saben como empezar, mas nunca la manera de rematar una vez calentados. Menos mal que yo me he retirado del bebercio, y, además, que no tengo yo cuerpo. Ni cuerpo ni edad pa tanto desafuero, que uno ya no es un chiquillo, que se comienza con una copita y..., y luego otra y otra, y que si la penúltima...; que me conozco, y encima luego no como ná, y eso es peor. Que nó, vaya, que no pienso ir. Ni siquiera asomarme por allí.
     Por ahí aparecen la Manuela y el Perico ya, pa casa de la Rosario van; detrás “El Zurdo” con su Soleá; y la abuela, hasta con el Joselito en pañal. ¡Ohjú! ¿Qué es lo que pasará? Por lo menos tendré que levantá la persiana pa enterarme de algo más.
     —Eh, Perico, ¿se puede saber a qué se debe tanto alboroto, y adónde van?
     —De lo que pasa na te puedo decir. Mi compare “El Puya” nos ha venío a llamar y vamos pa´llá. Acércate si te quieres enterar.
     —No, que va, que estoy acabao de levantar y no me termino se asentar.
     —Tú mismo, Curro.
     No es la primera vez que en mi calle acontece un hecho similar. Todavía me acuerdo del año pasado, sí, cuando parió la Soledad, en el bautizo del Joselito, no veas la que se armó, cuatro días duró el convite, y eso porque faltó to lo que se podía tomar, y la comida igual: la matanza entera de un puerco y no quedó na, ni chicharrones ni pringá; sin contar las patas de jamón, que esas eran de otro animal. Pero no, eso no es, no es bautizo, no; ni boda, tampoco es tiempo de comunión. No atino a adivinar, pero seguro que algo gordo se traen esos entre manos. Pero nó; lo he dicho y lo mantengo, no me pienso acercar. Lo mejor es que cierre la ventana y me vuelva a acostar, que es lo que me pide el cuerpo. No lo ves Currito, que no te puedes aguantar, que todavía das dos pasos pa´lante y uno pa´tras. Curro, Curro, cuándo aprenderás, que ya no eres un chaval.
     ¡Ay, ay! Qué malamente estoy, y que mal sabor de boca me ha dejao el puñetero pirriaque. Mejor me levanto y como algo, pero ¿qué?, si no hay na en la casa que me apetezca; con lo bien que me sentaría ahora un puchero calentito o hasta una buena espoleá. Mejor no lo pienso más.
     ¿Y ahora qué? ¿Que es lo que pasa por ahí afuera? ¿Es que no van a parar? ¡Na! Que voy a tener que volver a mirar, con el trabajito que me cuesta andar. Y ese Sol, ¿qué? ¿sigue igual? No, parece que no aprieta tanto ya. ¿Y eso qué es? La furgoneta de Paco, y cargá. ¡Digo! en la casa del “Puya” está pará, y empieza a descargar, pues anda que no trae ná; ya están ahí las mesas y las sillas de tijereta sobre la pared, junto al zaguán. ¡Ahjú, Dios mío, la que se va a armar¡ ¿Y a cuento de qué será? ¡Anda! Ahora llegan más. Como siga la cosa así, pronto estará toda la comunidad. Pero, cálmate Currito, mejor te vuelves a acostar. ¿Acostar? Cómo me voy a acostar si no paro de pensar, de darle vueltas y mas vueltas, ¿qué puñetas pasará? Por allí viene “El Puya”, y bien acompañao que va: “El Pamplina” a su lao, charla que te charla, como en él es habitual; les sigue “El niño de la Guita” con la guitarra enfundá; y ¡ahjú!, quien le viene a la par, lo que yo digo: la juerga asegurá, hasta “El Gato” viene a cantar. Bueno, por lo menos me asomaré al portal.
     — ¡Chhiiih! ¡Eh, Juan! ¿Qué es lo que pasa chiquillo, adónde van?
     —Vente pa la casa Curro, y perdona, que no me puedo parar.
     —¡Uf! No, a tu casa no, que estoy muy mal.
     ¡Ea! Otra vez que no me entero de na. Pues no que va a ser de verdad que hay algo que celebrar. Maldita sea mi estampa, precisamente ahora que me quiero retirar. Es que no puede ser. Que se necesita algo más que voluntad. Lo que es voluntad no me falta, pero una ayudita nunca viene mal. Y la gente peor, y los amigos más mal. ¿Pero a quién se le ocurre ponerse ahora a festejar? ¡Escúchalos! Ya están con el tirititrán. Si es lo que digo yo. Al final voy a tener que arreglarme y tirar para allá; así, por lo menos, me podré enterar del motivo de tan repentina reunión, porque aquí esperando, ni hago, ni averiguo na de na.
     Yo creo que es hora de ir ya. Se ha cerrado la noche y de allí no se mueve ni un alma. Un buen rato el que llevan ya liados, con todas las luces de la casa encendidas y sin parar de cantar. ¡Vengan palmas y fandangos! Ya no espero más. Un momento, que coja el sombrero, no me vaya ahora a constipar; parece que el malestar se me ha retirao, ni mareo tengo ya, pero es mejor prevenir que curar.
     Bueno, aquí está la puerta. Ya no hay marcha atrás. Escucha, escucha, ahora un fandango de Huelva. ¡Qué arte, mare mía! Yo voy a llamar. Aunque sólo sea por preguntar
     —Hombre, Jaramillo, por fin te decidiste a venir, yo creí que no lo hacías ya. Me dijeron que estabas malo, encamao desde días atrás. Porque la Rosario me aguantó, que si no, te hubiera ido a visitar. Pero pasa hombre, pasa, no te quedes en la puerta, que faltabas tú na más.
     —No te molestes, Juan. Tan sólo vine a saber por lo que hay que felicitar. Sólo a preguntar, ni a placer ni a tomar, que a la virgen le he prometío que lo tengo que dejar. No está uno pa tanto trote ya, Juan.
     —Quita, quita, Currito, si estás hecho un chaval. Además, tú tienes dinerillo, y nadie que te venga a mandar. No sabes tú lo que es que de ti dependa una familia y la de sacrificios que te puede ocasionar. Felicitar, dices. No hay na que felicitar. Más bien to lo contrario, que Dios tan sólo manda males y esta vida está hecha pa luchá. Pero, bueno, qué le vamos a hacer. A lo malo darle la vuelta, que siempre es mejor reír que llorar.
     —Sí, ya lo veo, “Puya”. Mal, muy mal han de andar las cosas cuando te pones a celebrar.
     —Que te lo digo y requetedigo, Jaramillo: De celebrar, na de na. Que es la Rosario, que lo está pasando fatal.
     —¿Cómo de fatal?
     —Pues, mira; esta mañana al médico le tuvimos que llamar. Tres horas la tuvo atendía y le mandó to lo que se podía mandar, pero na. Luego, la solución, parece más natural: to consiste en bailar y bailar.
     —Buena solución, sí señor. A eso se llama acertar. ¿Y se puede saber cuál es tan flamenco mal?
     —¿Tú has oído alguna vez algo sobre la tarántula?
     —Un bicho mu feo, ¿no?
    —Feo, y parece que mortal. Pues resulta que a mi parienta uno de esos bichos la ha llegao a picar y, pa que suelte el veneno, lo que ha de hacer es no estar pará. Tres o cuatro días le han dicho que tiene que bailar. Así que ya te puedes imaginar. Ahí la tienes bailoteando to los palos, y animando los demás.
     —Entonces, no se diga más. Echa una copita de fino y entremos a palmear.





Noticia leída en el Diario de Cádiz, el día 14.07.2010:
Hace 100 años, 1910, Baile de la tarántula en Barbate:
"Hace unos días una mujer de Barbate fue picada por la tarántula.
Se llama Catalina Aragón y lleva dos días bailando al compás de una guitarra
que toca un hábil artista. Según los entendidos deberá estar bailando por lo menos
cuatro días. Ha sido visitada por un médico que le ha mandado tomar unas medicinas,
pero la familia cree más segura seguir la vieja práctica del baile de la tarántula."

lunes, 21 de junio de 2010

LOS AMANTES DE PALMAR

Para Elena,
a quien ya no le cuento
cuentos al acostarse.


     Vino a reclamar su tributo.
     Como cada año, en el sexto plenilunio, el despiadado dragón acudía a su cita en el poblado de Palmar para exigir el pago. Así venía ocurriendo desde tiempos inmemoriales y la gente lo tenía plenamente asumido. La población contribuía con resignación y congoja por la pérdida, propia y también por la ajena. Cada año, un joven: hijo o hija de alguien, hermano o hermana, amigo o pariente, partía con el viejo dragón para no volver jamás.

     El dragón hizo su aparición volando sobre la tranquila campiña palmareña, venía de las montañas, donde tenía su morada; pero no venía sólo, nunca venía sólo. Como siempre que se movía por la comarca lo hacía seguido desde tierra por una comitiva de cruentos esbirros: doce poderosos osos negros, salvajes y aterradores, de grandes mandíbulas y garras afiladas; dieciocho crueles hienas de heladas miradas y colmillos largos como sables; y media docena de temibles gigantes peludos de las montañas armados con robustas lanzas, erguidos sobre seis pesados carros de combate tirado cada uno de ellos por cuatro feroces lobos pardos de chorreantes hocicos y ojos rojos de sangre. A su paso a lo largo de camino que conducía a Palmar todos los moradores de la campiña corrían en busca de refugio para huir del encuentro y evitar llamar la atención de las bestias. En el pueblo aún no se habían percatado de la proximidad de la siniestra hueste, el gentío, inmerso en el ajetreo mañanero, llenaba el bullicioso mercado mientras se ocupaban de quehaceres cotidianos. Hombres, mujeres y niños deambulaban por calles y plazas, hacían sus compras o se entretenían charlando apaciblemente en portales y tabernas cuando se oyó el atronador graznido de la bestia. Antes de que nadie tuviese tiempo de huir el enorme dragón posó sus garras sobre el viejo arco de la entrada principal del pueblo lanzando una gran llamarada a través de sus fauces.

     Laisor y Galamiel eran jóvenes y estaban enamorados. Absortos en dulces miradas y mutuas sonrisas, ajenos a todo mal e incluso a todo cuanto les rodeaba en aquellos precisos momentos, paseaban cogidos de la mano por las proximidades del arco y bajo él buscaron refugio al caer algunos cascotes desprendidos a causa del brusco aterrizaje de la bestia. Quien, una vez hecha su advertencia de fuego, saltó al suelo y comenzó a escudriñar por toda la zona en busca de una posible presa. Con el dragón tan cerca, Galamiel gritó aterrorizada y ambos jóvenes corrieron en busca de un escondrijo donde evitar que se fijase en ellos, pero no lo consiguieron. El grito hizo que el viejo dragón, ágilmente, con un brusco giro de la cabeza, reparase en la pareja mientras corría calle abajo y pasando el cuello a través del arco les siguió con la mirada. Había hecho su elección.
     Entre tanto la temible compaña, en su intención de reunirse con su amo y señor, había ido sembrando el pánico a su paso por las calles de la población y una vez que todos se hallaron congregados a su alrededor, la bestia dejó oír su atronadora voz:
     —La chica —masculló, indicando con la cabeza a la pareja de jóvenes que en esos momentos huía por el centro de la calle—. Traedme a la chica del vestido blanco.
     A continuación, sin añadir ni media palabra, desplegó sus alas y alzó el vuelo sobrevolando a escasa distancia los dos cuerpos, siguió planeando a lo largo de toda la calle y con una nueva llamarada saliendo de su boca se alejó en dirección a las montañas.
     Los seis carros cruzaron el arco uno tras otro, seguidos por el resto de la tropa. Laisor y Galamiel corrían calle abajo, a la zaga de otra mucha gente que huía: todos en busca de un escondrijo seguro donde ponerse a salvo de lo que se les venía encima. Los jóvenes, sintiéndose ya, inevitablemente, el centro de atención de los perseguidores, trataron inútilmente de buscar algún lugar donde ocultarse. Cuando los seis carros les acorralaron en una plazoleta antes de que pudiesen esquivarlos, sin ver escapatoria posible, asumieron la situación y se quedaron inmóviles en el centro del círculo creado por la troupe de perseguidores al completo. Dos de los gigantes peludos bajaron de sus carruajes, y mientras uno de ellos, con amenazadores gestos, lograba que Laisor se tirase de bruces al suelo y se mantuviese inmóvil a punta de lanza, el otro agarró con rudeza a Galamiel y la hizo subir al carro, empujándola hasta dejarla arrinconada a sus pies, luego hizo una indicación con el brazo armado de la lanza y partieron todos en pos de su señor. En el centro de la plazuela únicamente quedó Laisor, tendido bajo el polvo que poco a poco se fue asentando sobre su cuerpo. El muchacho se incorporó y, raudo, comenzó a correr tras los raptores gritando el nombre de su amada.
     A su paso, la gente fue saliendo de los portales, observando al chico con notable aflicción. Algunos intentaron detenerle con frases de consuelo y resignación: «Nada se podía hacer por cambiar lo ocurrido. Así había sido siempre y así seguiría siendo en los tiempos venideros» Pero Laisor, sin prestarles atención, continuó corriendo con la mirada puesta en la densa nube de polvo que se alejaba.
     —¡Galamiel...!

     Encogida en el angosto espacio ofrecido por las tablas, Galamiel, paralizada por el temor, trataba de dominar las violentas sacudidas del carro, que la hacían golpearse una y otra vez contra la tosca pared de madera. A través del limitado hueco que dejaban libre las peludas extremidades del conductor, sus ojos sólo lograban vislumbrar terribles y salvajes figuras de semblantes destemplados y miradas perdidas. Pensó en el destino que le aguardaba y recordando a Laisor dejó que unas lágrimas rodaran por sus mejillas. En ese mismo instante tomó una seria determinación: ¡Ella no sería una más! No... Tal vez no lo lograra, pero pondría todo su empeño en no llegar a ser una más de los jóvenes que a los largo de los años habían sido sacrificados como justificación de unos ritos que apenas alcanzaban a comprender. «Laisor..., amor mío, espérame, volveré». Pensó cerrando los ojos y se dejó llevar.

     Yajor, pues éste era el nombre del dragón, largo rato después de haber llegado a las montañas, esperaba apostado en un saliente próximo a la entrada de la gruta que guardaba su guarida. Pensaba que había tenido suerte encontrando a una joven tan hermosa (cosa que, al fin y al cabo, era un aliciente a sumar) para llevar a cabo el próximo cometido, especialmente marcado para este año; último ciclo de su ya extensa existencia. «A partir de ahora comenzaba una nueva era. Y para ello todo lo viejo había de perecer: dar paso a la sangre nueva, a nuevas energías. La renovación de los tiempos...»

     —Ya vienen —anunció al viento, oteando el lejano horizonte—. Iré a prepararme. Esta noche es especial. Ha de salir todo perfecto.
     Con un graznido de satisfacción el viejo dragón dio media vuelta y se internó en la oscura oquedad.
     Allá abajo, a lo lejos, se podía apreciar como la polvareda levantada del camino al paso de la salvaje horda se hacía cada vez más extensa sobre el dorado resplandor del ocaso.

     Entre tanto, el joven enamorado, después de correr largo tiempo en pos de aquella misma estela, la cual ya apenas alcanzaba a distinguir en la distancia, se dejó caer desfallecido.
     —Tengo que continuar... —se lamentó, mientras, tapándose los ojos con las palmas de las manos, intentaba calmar la presión que saturaba sus sienes—. Debo volver a ponerme en pie y seguir, he de seguir, Galamiel me espera.
     Y lo intentó, pero hubo de desistir. Las piernas no eran capaces de sostenerle y el pecho parecía que le fuese a estallar en mil pedazos con cada impulso del corazón. «Está bien, descansaré un momento y luego iré allí. La noche me ayudará...». Pensó mirando la todavía distante cadena montañosa.

     Galamiel abrió los ojos en el momento en que dejó de sentir el violento traqueteo del vehículo. Con la barrera creada entre sus pensamientos y la realidad había conseguido que ni tan siquiera llegase a ver que se acercaba a su destino. Una manaza ruda y peluda la asió violenta por el antebrazo obligándola a levantarse. Logró contener el gemido que no llegó a salir de su boca y posó los desnudos pies (no recordaba cuando había perdido el calzado) sobre el abrupto terreno. Se encontraba a gran altura sobre la montaña. Por el horizonte, allá abajo, la noche se iba adueñando del mundo circundante; no pudo hallar ningún punto de referencia que le indicase donde se encontraba, pero era plenamente consciente de lo lejos que se hallaba de todo lo querido.
     De nuevo aquel gigante, quien debía sacarle casi un metro de altura, tiró de ella y la condujo hacia la abertura en la pared rocosa. Del interior emergía una mortecina luz de ocres reverberancias. Recorrieron largos túneles con la única iluminación de unas pobres antorchas, y la bestia no soltó su garra hasta el momento en que, con un empujón, la hizo pasar a una lúgubre mazmorra donde quedó sola y completamente a oscuras tras un enorme y rígido portón de férreos cerrojos. Le llevó algún tiempo acostumbrarse a aquella oscuridad, pero, pasados los primeros instantes, fue afianzándose la fortaleza que había descubierto en su interior y comenzó a reconocer a tientas el habitáculo en el que se hallaba. La primera sensación que experimentó fue la de que, por extraño que pudiera parecerle, no se hallaba en ningún frío agujero: las paredes eran lisas y cálidas; encontró algo parecido a un rudimentario camastro: tropezó con él y allí se quedó sentada mientras buscaba alivio para su dolorida rodilla. Algún tiempo después, desde el otro lado de la estancia le llegó un denso crujir de cerrojos y bisagras y se abrió un hueco en la pared. Una ruda figura con voz grave le ordenó desde la penumbra del umbral:
     —Sígueme, mi señor te espera.
     Galamiel estudió al nuevo personaje: aunque de enorme estatura, era un hombre. Estaba confusa. Había algo en él que la hacía pensar que era el mismo gigante peludo y maloliente que la había transportado en su carro tan sólo unas horas antes pero..., su aspecto era completamente distinto: la piel, clara y limpia, y aquellas facciones, a pesar del carácter un tanto agrio que denotaba un perenne mal humor le hacían parecer incluso distinguido y bien parecido. ¡No! No podía ser el mismo. Sin embargo... Cruzó la puerta y lo siguió, esta vez, a lo largo de un amplio corredor suficientemente iluminado por lámparas de aceite simétricamente colocadas sobre resplandecientes paredes de granito pulido, hasta que desembocaron en una admirable sala abovedada, circundada por finas y altas columnas de blanco mármol. Galamiel reparó en las arrugas de su vestido blanco, ahora sucio y roto, con ambas manos intentó alisarlo sin conseguir gran cosa. En el centro del recinto, de pie ante una mesa también de mármol blanco, aguardaba un hombre.
     —Mi señor —saludó el sirviente, con una exagerada inclinación de hombros y cabeza conjuntamente. A continuación se dio la vuelta y se marchó dejando a la joven a solas con aquél desconocido.
     La chica no sabía que pensar. Allí..., Sola e indefensa, traída a la fuerza frente a una situación que, desde luego, no era la que esperaba encontrar. Aquello no tenía nada que ver, ni por asomo, con cualquiera de las ideas que habían cruzado por su mente desde el mismo momento en que fue hecha prisionera. ¡No, aquello no se parecía en nada a lo que había imaginado! Galamiel se sintió desconcertada.
     —¿Cuál es tu nombre muchacha? —inquirió cortes el anfitrión, sin moverse del espacio que ocupaba tras la mesa.
     Ella levantó la cabeza y le miró fijamente a los ojos. No parecía peligroso en absoluto. Su aspecto era intachable: lujosamente ataviado, bien aseado. El pelo, largo y suelto, caía ordenado sobre sus hombros. Era un hombre al que se podía considerar guapo, y nada viejo.
     —No quieres contestar. Bien, no importa. De momento me conformo con que estés serena. No te preocupes, no te pasará nada. Tan sólo deseo que me acompañes durante algún tiempo, después podrás regresar a tu casa, si lo deseas —sonrió y amablemente ofreció a la joven una copa de vino que ya estaba servida sobre la mesa—. Toma, bebe, te sentará bien. Es vino de tu tierra. Bueno, al menos la uva lo es, aunque especialmente elaborado y envejecido en mis propias bodegas, aquí, bajo la montaña. Tomó la mano de la chica, depositó en ella la copa y de nuevo volvió a su posición anterior, al otro lado de la superficie de mármol. Sirvió vino en otra copa, se la llevó a la boca y paladeó el líquido rubí.
     —Perdona mis modales. Paso tanto tiempo sólo que me olvido de las buenas normas sociales. Yo soy Yajor, señor de la fortaleza de Romaián, en las Montañas Brunas; donde ahora mismo nos encontramos. Este es mi palacio, el cual tendré mucho gusto en mostrarte. Pero eso será en otro momento, pues ahora debo dejarte, he de atender otros asuntos; y tú debes prepararte para la cena. Pero, bebe muchacha —alentó nuevamente, mostrando una amplia sonrisa—. No hay nada que temer.
     Galamiel, lentamente, fue alzando la copa hasta sus labios y tomó un sorbo. Entonces Yajor sonrió satisfecho. Dio un par de sonoras palmadas. Al instante acudió un grupo de sirvientas bien aprovisionadas: unas, portaban humeantes jarras de agua; otras, bandejas de plata con aromáticos geles, jabones, colonias, sales de baño; y también suaves toallas, y delicados tejidos de fina gasa.
     El Señor de Romaián dio media vuelta y se encaminó hacia una de las puertas. A punto de salir oyó una débil vocecilla detrás, llena de inseguridad, como un susurro apenas inarticulado:
     —Mi nombre es Galamiel.
     Y volvió a sonreír complacido.

     En cuanto el dorado disco solar comenzó a ocultarse en el horizonte Laisor se puso en pie y emprendió el camino tras su alargada sombra. Corrió y corrió con renovadas fuerzas, sin parar, siempre la vista clavada en las montañas. Lentamente la noche fue tomando posesión de sus dominios. La, ya de por sí oscura, cadena montañosa, haciendo gala de su nombre, fue tornándose aún más tétrica y bruna a medida que el joven amante iba acercándose, pero una firme decisión alentaba sus pasos: «No lo permitiría. Galamiel no. Ya podían romperse todas las tradiciones, caer todos lo dioses y hasta perecer el mundo entero si fuese necesario, pero no abandonaría a su amada a aquél triste destino. Y, él no se quedaría llorando, resignado a perder lo que más quería en la vida. No sabía cómo, pero desbarataría los planes del cruel dragón o... Sí tal vez pereciese en el intento. Pero entonces ya nada tendría importancia».
     Llegó al pie de la montaña y abandonó el cómodo camino para ponerse a trepar por la escarpada ladera. Durante el ascenso avistó un campamento iluminado por algunas antorchas y una gran hoguera. Aunque no hacía tanto frío como para buscar su calor, alrededor de ella se encontraban varias figuras que en ese momento, desde la posición en que se encontraba, no logró ver claramente. Con un pequeño rodeo evitó llamar la atención de aquellos vigilantes y, desde detrás de unas rocas pudo estudiar detenidamente la situación: Ante una fortificada garita, las antorchas, distribuidas de dos en dos y clavadas al suelo sobre largos palos de madera formaban una extensa fila. Allí también estaban los seis carros que habían participado en el asalto al pueblo: torpemente alineados bajo las antorchas, junto con montones de leña y pieles, constituían una burda barricada destinada a detener el avance de cualquier agresor que viniese por el sendero. Y, en primera fila, justamente sobre el mismo camino de acceso, ardía el fuego junto al que estaban las figuras: tres de aquellos grandes hombres peludos de las montañas; aunque pudiera ser que hubiese alguno más en el interior de la garita, donde también se mantenía encendida una hoguera. El ambiente general era de calma. A pesar de mantener dispuestas aquellas medidas de seguridad, nadie esperaba ningún tipo de intromisión. De un nuevo vistazo Laisor descubrió, alentado, un surtido arsenal de armas adosado a la cara frontal de la construcción y, decidido a hacerse con alguna de ellas, comenzó a aproximarse con cautela, moviéndose entre las rocas. Un paso en falso hizo que rodase una piedra suelta y alertó a uno de los gigantes, quien fue a ver lo que ocurría. El chico se ocultó hasta comprobar que el guardián, tras una ligera inspección, al no apreciar nada raro, regresaba al calor de la hoguera. Esta vez Laisor anduvo con pies de plomo en sus movimientos hasta conseguir colocarse cerca de la garita, allí aguardó, al resguardo de uno de los carromatos, oculto en las sombras, hasta que vio la ocasión propicia para acercarse hasta apenas unos pasos de su objetivo: uno de los vigilantes se alejó por el sendero; entretanto, los otros dos mantenían una acalorada discusión entre agresivos gestos y gruñidos.
     Había lanzas, arcos con sus flechas, espadas, puñales, escudos y otros artilugios que el muchacho no supo como llamar; aunque estaba seguro que, en manos de aquellos salvajes, debían ser terriblemente mortales. Se decidió por una afilada espada, eligiendo también uno de los puñales que ocultó en el interior de su bota; después, con sigilo, se desplazó nuevamente hasta la misma roca que antes le había dado cobijo. De nuevo algo alertó al guardián y dejando la discusión con su congénere se dirigió hacia el lugar que había llamado su atención por segunda vez. Con la destreza propia de una cabra montés brincó desde el suelo y se encaramó sobre una enorme roca, y continuó saltando de roca en roca hasta que se situó justamente en el lugar de procedencia del objeto de su inquietud; pero allí no había nada. Con sólo levantar la vista hacia la pared montañosa, el corpulento peludo habría podido descubrir la silueta que en aquellos momentos trepaba por ella intentando evitar la luz directa de la luna.
     Escalar por el escarpado risco en aquellas condiciones suponía una tarea agotadora, pero Laisor no podía flaquear ni un solo instante; cualquier desliz, el menor de los descuidos, podía costarle la vida o, en el mejor de los casos, poner sobre aviso a los guardianes y echar al traste el factor sorpresa, que era la mejor baza con la que contaba para llevar a cabo su plan. Lentamente fue ascendiendo hasta encontrar un amplio sendero que conducía justo a la entrada de la gruta.

     Tras el baño Galamiel se sintió completamente revitalizada. Jovial y ligera. El suave vestido de colorida gasa que le habían proporcionado ondeaba, friccionando gratamente contra su piel, al andar acompañada por un séquito de hermosas doncellas que hablaban y reían con radiante entusiasmo recorriendo los resplandecientes corredores. Una gran puerta de recia madera, engalanada con relieves de jocosas escenas festivas, les dio paso a un igualmente esplendoroso salón repleto de mesas surtidas con la más variopinta variedad de apetitosos y suculentos manjares que la chica jamás había visto. Colgadas del techo, tres inmensas arañas confeccionadas con distintas piedras preciosas derramaban un raudal de destellos multicolores sobre las cabezas del numeroso grupo de animados comensales allí congregados. Y, en el centro absoluto del conjunto, pletórico en toda su magnitud, encontró Galamiel a su dueño y señor, el Conde Yajor de Romaián, quien la recibió con una amplía sonrisa, invitándola a tomar asiento a su lado.

     Laisor, siempre cuidadoso en sus movimientos, se fue acercando poco a poco a la explanada ante la gruta, a su pesar pudo comprobar que el lugar se hallaba sólidamente custodiado. No iba a ser nada fácil sortear el obstáculo que representaba la numerosa y diversa hueste que acampaba por todo el perímetro de absceso. Si quería entrar por allí, habría de burlar aquella prieta barrera. Aferró resuelto la espada, dispuesto a emprender el trance, cuando un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Giró la cabeza encontrándose con unos ojos inyectados en sangre que le observaban maliciosos desde encima de un montículo cercano. Con las fauces abiertas y un ronco rugido un fiero lobo de gran tamaño saltó sobre él. Laisor sólo pudo alzar el brazo con el arma antes de sentirse violentamente empujado contra el suelo, pero logró incorporarse rápido y comprobó que el animal yacía ante él, sin vida, con la espada clavada en el pecho; posó un pie sobre el cadáver y, triunfante, extrajo el ensangrentado acero. Gracias a los dioses el suceso no había hecho saltar la alarma, el campamento seguía en calma y el tenía conseguir sortearlo, debía seguir, pasar por allí, llegar ante la entrada como fuera. De entre una pila de enseres de la tropa sacó un raído capote de piel, reseco y maloliente, y con él puesto, aunque le llegaba a los tobillos y sentía los pliegues acartonados hiriendo su piel, salió de las sombras y osó caminar entre los guardianes. Ya casi había logrado llegar a la entrada cuando otro lobo, de entre el grupo que permanecía tendido en el suelo, al olfatear algo extraño levantó la cabeza y gruñó a su paso. Justo en ese momento salía de la gruta uno de los gigantes y reparó en el pequeño encapuchado que se dirigía derecho hacia él. Laisor, pendiente del lobo, no reparó en lo que le venía de frente y se dio de lleno contra aquella ingente masa muscular; la capucha cayó de su cabeza, quedando totalmente al descubierto. El sorprendido gigante arremetió contra el intruso y se encontró con un tajo mortal en el pecho. Al momento varios lobos se irguieron amenazantes y ya todos los vigilantes quedaron alertados de la presencia del intruso. El joven dejó caer el capote al suelo y emprendió una loca carrera hacia el interior de la gruta, perseguido por todas las bestias. Corrió como llevado por el viento de un pasadizo a otro; abandonó los iluminados y se internó por los carentes de toda claridad en busca de protección. Correr por ellos era imposible, a riesgo de estrellarse contra alguna pared, o caer en algún peligroso agujero; así que hubo de avanzar despacio, tanteando los muros y pisando sobre seguro. Al menos, le parecía que había cesado la persecución. Pero no era así. De pronto cuatro pares de diminutos puntos luminosos le cerraron el paso y, sin pensarlo dos veces, comenzó a hender la oscuridad a golpe de acero. Seis de los puntos se apagaron para siempre y los restantes se dieron la vuelta y desaparecieron a la carrera, aullando de dolor. La pierna izquierda le ardía por debajo de la cadera, tocó el lugar preciso con la mano y la retiró húmeda, el contacto con la herida abierta le produjo una insoportable quemazón haciéndole caer de rodillas. A continuación, un golpe en la cabeza lo dejó sin sentido.

     Cuando despertó, Laisor creyó que todo lo ocurrido había sido una pesadilla y que se encontraba en su propia cama. Por un momento tubo esa sensación, pero sólo durante un momento, pues en cuanto intentó levantarse el dolor en la pierna le devolvió a la realidad. No conseguía ver nada. Palpó su cabeza y también le dolió el enorme chichón que encontró. Esa era la realidad: estaba herido y prisionero. Al final habían conseguido detenerlo. Pero, ¿por qué no lo habían matado? Y Galamiel, ¿qué habría sido de ella? ¿Estaría viva todavía, o acaso...? No quería pensarlo.
     ¿Dónde le habían metido? Ahora pudo distinguir un débil fulgor, apenas un halo de luz procedente de algún impreciso lugar, pero suficiente para ver que se encontraba en una especie de mazmorra de grandes proporciones, y húmeda. Hacía frío y tenía todo el cuerpo dolorido. No sabía cuanto tiempo había permanecido allí inconsciente, tendido en aquel duro y frío suelo. Con sorpresa descubrió que aún tenía en su poder el puñal oculto en su bota; por lo visto sus aprehensores no lo habían registrado en busca de ninguna otra arma después de haberse quedado, sin duda, con la espada que tan buen servicio le había prestado.
     —¿Quién eres tú y por qué motivo osas invadir mi morada?
     La voz, bronca y exasperada, hizo que se sobresaltase. No sabía que allí hubiese alguien más y, a causa de la reverberación propia del lugar, tampoco pudo saber de donde provenía exactamente la pregunta.
     —¿Y tú? ¿Quién eres tú? —preguntó al vacío, con voz firme, retador.
     Se oyó un atronador rugido seguido de una llamarada que trajo por un instante algo más de luz al recinto y Laisor descubrió a su interlocutor.
     —Aquí las preguntas las hago yo —gritó el dragón, y con un tremendo golpe de su cola hizo que una gran piedra saltase hecha pedazos—. Te atreves a venir a mi casa, robas, matas a mis servidores... ¿Qué es lo que buscas? No quieras enfurecerme o te aplastaré como a un vil insecto.
     —Eres tú quien me ha robado a mí. Libera a Galamiel y déjanos marchar.
     Una nueva lengua de fuego salió de las fauces del dragón y al joven no le quedó más remedio que retroceder protegiéndose la cara con el brazo.
     —De ella me he encargado ya —aclaró, visiblemente ofuscada la bestia—. Y pronto me ocuparé también de ti, pequeño rebelde.
     Yajor dio media vuelta y salió de la celda. Tras el crujir de los cerrojos el silencio y las tinieblas rodearon nuevamente al joven. De inmediato se puso a inspeccionar la estancia en busca de alguna posible salida. Mientras intentaba llegar al lugar de donde procedía la tenue iluminación estuvo a punto de caer a un pozo abierto junto a la pared, pero al fin tuvo suerte y, tras trepar con dificultad por la resbaladiza superficie, logró llegar al la boca del angosto túnel por donde se filtraba el haz de luz diurna. A gatas recorrió un largo y empinado trecho hasta hallarse junto a un agujero abierto al cielo. Consiguió pasar por él saliendo al aire libre sobre un risco, muy por encima de la entrada a la gruta y del campamento, donde no se apreciaba ningún tipo de actividad en esos momentos.
     —Tengo que volver a entrar —sentenció determinantemente, olvidándose de la euforia experimentada apenas unos segundos antes—. Debo encontrarla como sea... No me iré de aquí sin saber lo ocurrido.
     Unas lágrimas nublaron la vista del joven enamorado recordando las últimas palabras pronunciadas por la bestia, secó sus ojos con la manga de la camisa y emprendió el descenso por la ardua pared. Mientras lo hacía iba pensando como volver a entrar. Esta vez tenía que conseguir hacerlo sin delatar su presencia. ¿Cómo podría lograrlo? Se le ocurrió que, si toda la guarida de la bestia se encontraba bajo la montaña, entonces, al igual que la mazmorra en la que había permanecido encerrado, otras estancias de la gruta estarían también provistas de conductos para la entrada de aire, similares al que acababa de recorrer. Y si aquel le había servido para salir del interior de la montaña, otro le volvería a introducir de nuevo en ella.
     Solamente en la parte en que se hallaba, existían tres claraboyas, además de la que ya conocía; y hubo de recorrer las tres: dos de ellas en ambos sentidos, ya que conducían a otras distintas mazmorras, pero la tercera le llevó hasta situarlo directamente encima de varios fogones que, afortunadamente, en ese momento permanecían apagados. El lugar estaba completamente desierto y no oyó nada procedente de los anexos cercanos, así que decidió aventurarse y probar suerte por allí; no obstante anduvo sigiloso y fue parapetándose en los resquicios que se prestaban a ello, tratando de evitar cualquier posible encuentro desafortunado, pero no halló a nadie en su camino.
     El interior de la gruta, aunque se apreciaba a simple vista que había sido bastante bien trabajado, no se acercaba en absoluto a la idea que Laisor tenía sobre lo que era un confortable hogar. Aquel sitio no podía ser cómodo para nadie. Claro que él no pensaba que allí viviesen personas... Personas normales, quería decir. Quiénes podían habitar en semejante antro sino aquellos grandes seres peludos y salvajes, mitad hombres y mitad bestias, y sus compinches, bestias propiamente dichas; incluido el malvado dragón, causa de todas sus desdichas. Si, ciertamente, el dragón si que podría considerar aquella cueva como su hogar, el lugar se adaptaba perfectamente a su envergadura: holgados pasadizos y vastas cámaras; todo amoldado a la dura piedra viva y a las elevadas techumbres. Un espacio arrebatado al corazón de la montaña. Inmerso en estas cavilaciones se encontraba Laisor cuando, desde el exterior, le llegó el bronco resonar de unos cuernos. Algo debía estar pasando allí afuera. ¡Claro...! Seguramente se habrían percatado de su huida y ahora estarían reuniendo a toda la tropa para buscarle. Pero lo que ellos no podían imaginarse era que él, en vez de salir corriendo y alejarse de allí lo más lejos y rápido posible, hubiese vuelto a meterse en la boca del lobo. Laisor, se sonrió.
     De nuevo llegó hasta él el clamoroso eco de los cuernos, unido esta vez al mucho más cercano retumbar de pasos a la carrera y gruñidos. Pero lo que ahora oía no estaba fuera, no, estaba allí, adentro, y cada vez más cerca: Ahí mismo, resonando por todo el pasillo, avanzando hacia donde él se hallaba. Miró por todas parte en busca de algún punto por donde escapar, pero... Justamente en todo aquel largo conducto no existía hueco alguno por el que poder quitarse de en medio. Únicamente las dos infinitas paredes y un robusto banco, hecho a base de troncos resecos, adosado a una de ellas. Y los pasos, cada vez más próximos... ¡Un banco de troncos...! Laisor acertó a meterse debajo justo en el momento en que vio aparecer por el fondo del pasillo al grupo de gigantes. Pasaron junto al banco y el polvo que levantaban hizo que el joven casi no pudiera contener un golpe de tos. El último de los soldado del grupo creyó oír algo, se detuvo un instante, y luego prosiguió su camino. Laisor, tras unos momentos de espera, después de comprobar que no se acercaba nadie más, salió de su escondrijo y siguió adelante en su intento de localizar el lugar donde podían tener prisionera a su amada.

     Galamiel despertó de un pesado sueño. El cansancio y abatimiento interior que sentía lo achacó al rudo camastro en el que se encontraba y a las continuas pesadillas que había tenido. No recordaba cuando habían vuelto a dejarla allí. Su último recuerdo era el haber estado en presencia de un hombre que le dijo ser el señor de aquel lugar, y quien la invitó a beber vino de una copa de cristal. Ante ese hombre había experimentado un fugaz estremecimiento, pero en ningún momento le había inspirado temor; esas sensaciones sí las mantenía frescas en su memoria. Mas después de ese momento su mente se nublaba sin lograr añadir ningún otro detalle coherente.
     Ahora se hallaba de nuevo en su encierro, totalmente desconcertada. Unos apagados ecos llegaron hasta sus oídos. ¿Qué era aquello? Escucho atenta y pudo identificar las graves reverberaciones de unos cuernos de caza. Intentó oír algo mejor definido, algo que le pudiese indicar qué era lo que realmente sucedía; pero entonces, lo que le llegó con bastante claridad fueron unos pasos al otro lado de la puerta y, a continuación, el chirriar de los cerrojos a ser descorridos. Dos gigantes peludos, lanza en mano, se dirigieron directos hacia ella y asiéndola, impetuosos, cada uno de un brazo, la sacaron de allí. La chica, no pudiendo soportar la brusquedad del acto, dejó escapar un grito exasperado.
     Laisor, recorriendo cámaras y pasillos, desesperado ya de su infructuoso registro, oyó aquél grito, extrajo el puñal de su bota y corrió encolerizado hacia el lugar de donde había llegado la queja.
     —Galamiel, aguanta, ya estoy aquí —anunció, resoplando al viciado aire del pasillo y sin temor a ser descubierto.
     La carrera acabó en una extensa caverna de toscas paredes, llena de estalactitas y estalagmitas entre las que concurrían indefinidas rutas y pasajes. Por uno de ellos transitaban, presurosas, tres figuras. Era Galamiel. Al fin la hallaba. Y aquellos dos individuos, casi obligándola a ir a rastras, la alejaban de él. Corrió nuevamente y de un salto se colgó a las espaldas de uno de ellos clavándole el puñal, con un hábil movimiento, justo en el pecho, sin darle a la bestia tiempo de reaccionar. Ambos, víctima y agresor, cayeron al suelo. Inmediatamente, soltando a su presa, el otro gigante, enfurecido, asestó un revés al joven mientras intentaba ponerse en pie y lo lanzó contra una gruesa estalactita, luego se fue hacia él dispuesto a acabar con su vida antes de que lograra reponerse; pero nunca llegó. Una mortal punzada en la espalda paró su avance. Mientras caía al suelo, Galamiel, aterrorizada, dejó de sujetar la lanza y fue a arrodillarse junto a su amado Laisor, ayudándole a levantarse.
     Los enamorados unidos en un fuerte abrazo celebraron el reencuentro con un largo y apasionado beso.
     —Vamos, tenemos que salir de aquí cuanto antes —apremió Laisor, y tomando a Galamiel de la mano la condujo hacia los pasadizos—. Debemos tener mucho cuidado al salir, ahí fuera estará todo plagado de bestias en mi búsqueda.
     —Pues, ya somos dos —exclamó Galamiel, fortalecida—. Y si vienen, que vengan y nos encontrarán. Ya creo que nos encontrarán. No tengo intención de volver a caer en sus garras. Prefiero morir antes que eso vuelva a ocurrir, pero ten por seguro que a alguno más me llevaré por delante antes de que eso ocurra.
     Consiguieron llegar hasta los apagados fogones sin contratiempos. Todo el grueso de la tropa debía estar participando en la afanosa, aunque incierta, cacería del exterior. Laisor sonrió mientras observaba como la chica se introducía por el respiradero y luego la siguió. A medida que se iban aproximando a la boca del túnel fue llegando hasta ellos, con toda claridad, el bullicioso ajetreo del exterior: aullidos, graznidos, bramidos y otros indescriptibles sonidos, entremezclados con el denso pisoteo de las numerosas y rudas pezuñas en sus continuos desplazamientos. Una vez fuera, desde la altura a la que se hallaban, los jóvenes tuvieron una clara visión del ingente trasiego que tenía lugar, tanto en los montes colindantes, como a lo largo y ancho de todo el valle.
     —Nos moveremos con cautela. Tenemos que conseguir llegar hasta aquella arboleda —dijo Laisor, señalando el grupo de árboles situado a unos trescientos metros de distancia del primer campamento—. Una vez allí, será más fácil encontrar un refugio donde escondernos y esperar la noche para alejarnos de aquí. Pero antes, consigamos algunas armas. Ven, sígueme —empezaron a descender intentando evitar los espacios abiertos—. Será difícil esquivar todas esas miradas, lo sé, pero lo lograremos. Confía en mí. Saldremos de esta.
     Consiguieron llegar hasta el campamento y pararon para evaluar detenidamente la situación. Sólo un guardia había quedado custodiando aquel paso y las armas. De pie junto a la garita, el gigante, no se percató de las dos sombras que se deslizaron hasta escasos metros de su posición, justa la distancia que necesitó el chico para arrojar el puñal y atravesarle la espalda. Galamiel tomó un arco y un carcaj repleto de flechas, Laisor escogió una bruñida espada de ancha hoja, luego corrieron al descubierto, sendero abajo. Lo más importante era alcanzar la protección de los árboles.
     No tardaron mucho en percatarse de que habían sido descubiertos. Dos rabiosas hienas de bocas chorreantes de blanca espuma venían tras ellos, acortando distancia notoriamente, y detrás de ellas un enorme oso negro las seguía a escasa distancia. Sin detenerse, Galamiel colocó una flecha, tensó el arco y logró detener a una de las atacantes en plena carrera. La otra siguió idéntica suerte al encontrarse con el acero del joven Laisor.
     —Corre, no te pares —apremió el chico—. Métete entre los troncos de los árboles, yo me ocuparé de este —y se plantó con firmeza para hacer frente al enorme plantígrado que se acercaba.
     Antes de irse, Galamiel disparó una nueva flecha que fue a clavarse en el hombro de la bestia, aunque sin lograr derribarla. Laisor blandió el arma con energía.
     —Vete ahora —ordenó sin volver la vista, y soltó un grito desafiante dirigido a su atacante.
     A escasa distancia, el animal saltó sobre su presa, pero sólo halló el polvo. Laisor, ágil y previsor, había logrado, con un salto en el último instante, esquivar la terrible acometida. Galamiel, ya entre los árboles, sintió encogérsele el corazón y ahogó un doloroso lamento a la vez que contemplaba como el joven, igual que si hubiese sido accionado por algún tipo de resorte elástico, volvía al lado de la caída bestia, asestándole una estocada mortal en el corazón. Pero ya era tarde para huir otra vez. Ambos jóvenes pudieron comprobar que casi la totalidad de los cazadores estaban sobre su pista y como, en grandes grupos, todas las fuerzas enemigas se dirigían hacia ellos desde los cuatro puntos cardinales.
      Y había alguien más que se había sumado a la cacería.
     Haciendo gala de su destreza en los aires, el viejo dragón, que acababa de contemplar lo ocurrido a los pies de la montaña, furioso, se lanzó sobre el osado intruso y, desplegando las alas en toda su magnitud, planeó peligrosamente a escasa distancia del suelo, arrastrando tras de sí una tormenta de arena que engulló al aguerrido joven.
     Una vez la nube se hubo disipado, Laisor se encontró cara a cara con su adversario: esperando inmóvil, desafiante. Una densa lengua de fuego recorrió el espacio que los separaba y pasó por encima de la cabeza del chico, quien no tuvo más remedio que echarse de rodillas al suelo. Momento que aprovechó el dragón para ir a por él, fauces y garras abiertas...
     Galamiel no había permanecido impasible entre tanto. Actuando fríamente ante la dispar agresión, había tensado su arco y disparado, no una..., ni dos..., sino tres veces, sus certeras flechas. El viejo Yajor sintió cómo tres afilados aguijones atravesaban las escamas y la dura piel a lo largo de su cuello, y pudo sentir también cómo esos aguijones le arrebataban la vida. Las fuerzas le fueron abandonando hasta que ya no pudo seguir adelante. Con el último estertor la terrible bestia alcanzó a gruñir su postrer alarido. Y allí se quedó, a punto de dar el siguiente paso, posada sobre sus patas traseras, inerte.

     Galamiel corrió a reunirse con su amado, dispuesta a morir con él en el ataque que se avecinaba. Todas las bestias iban cerrando el cerco en torno a ellos. Entonces, inesperadamente, el cuerpo del gran dragón comenzó a arder desde su interior y quedando en muy poco tiempo totalmente envuelto en llamas. Y en aquel momento todos los presentes fueron testigos mudos de cómo una velada figura humana surgía de entre el fuego, elevándose por los aires hasta fundirse con las nubes. Galamiel creyó reconocer en aquellos borrosos rasgos a alguien que una vez había conocido, un recuerdo vago y distante.

     Sin haber salido aún del asombro por lo que acababan de contemplar, ante los atónitos ojos de los amantes se produjeron otros dos hechos igualmente sorprendentes: Tras la desaparición del dragón, todas las bestias que habían estado a su servicio se esfumaron también, desvaneciéndose entre nubes de polvo. Y, por otra parte, aumentó el asombro de los jóvenes el hecho de que en el lugar donde se había consumido el cuerpo del dragón ahora se erguía un enorme, retorcido y desnudo tronco de olivo.
     Por lo demás, en el valle, todo era paz y quietud.

     Los amantes de Palmar, al fin, libres de tanta presión, dejaron que las armas cayesen de sus manos, se miraron a los ojos y se fundieron en un impetuoso beso antes de emprender el regreso. Si hubiesen dejado por un momento de lado las expresiones amorosas y hubieran vuelto la vista hacia las ramas del centenario olivo, podrían haber visto la verde hoja que había brotado allá arriba, justo en lo más alto.

domingo, 20 de junio de 2010

LA ESPERA

     Un día papá me hizo daño no mucho pero me dolió un poquito cuando tiró de mi brazo al decirme enfadado no sé porqué porque yo no había hecho nada malo que me diera prisa y que me parecía a una tortuga que llegábamos tarde al colegio yo no tenía la culpa de que ellos no estuviesen levantados a la hora yo sí lo estaba estuve esperando bastante rato con el pijama puesto y la barriga haciéndome ruidos porque ella también tenía hambre como yo y quería ya la leche con galletas igual que todos lo días después de dormir pero ellos dos seguían en la cama sería que tenían mucho sueño todavía porque estuvieron hablando mucho anoche creían que yo no les oía porque estaba dormido pero no lo estaba al principio sí pero luego como hablaban un poco fuerte me desperté y les oí como se decían cosas feas de ellos dos y también cosas de mí pero no feas como las de ellos mamá decía que sabía que él la quería y ella también a él pero que no se sentía con ganas de continuar con esta forma de vivir que esto no es vida y que para seguir así no valía la pena seguir y que era mejor dejarlo todo no a mí a mí no querían dejarme lo que querían era dejar de vivir juntos ellos dos en la misma casa ni dormir en la misma cama antes de llegar a cosas peores que después ya no tuvieran remedio como cuando aquél día en que papá casi llegó a darle una bofetada a ella por culpa de una cosa sobre la que discutieron pero que al final él pudo aguantarse antes de ponerle la mano en la cara y después lloró él y también lloró ella yo lo vi ellos creyeron que no pero si lo vi y lo oí todo mientras estaba en mi cuarto jugando contigo y con mis juguetes tu a lo mejor no te acuerdas pero yo si me acuerdo de aquello muchas veces desde entonces y cada vez que les veo discutir y estar con las cara triste los dos y yo tampoco quiero que esto siga así pero tampoco quiero que se peleen ni estén tristes los dos siempre muchas veces también conmigo papá ya no quiere mucho jugar conmigo como antes ahora siempre tiene trabajo que hacer y muchas cosas que mirar porahí y sale siempre a hablar con alguien o a comprar tabaco más cigarros porque ya le quedan poquitos y yo quiero que me cuente cuento para dormir como antes y viene mamá y me abraza y moja mi camiseta con sus lágrimas y tampoco me dice nada tan solo cuando yo lloro también me dice que no llore que yo no tengo la culpa que yo soy bueno bonito y que me quiere más que a nada en este mundo ella tampoco va a llorar ya más y se seca los ojos con las manos riendollorando hasta que poco después de estar los dos abrazados en silencio miramos a la puerta los dos para ver si llega papá pero no lo hace hasta que ya ha pasado mucho mucho tiempo y su comida ya no echa humito en el plato que se quedó solo encima de la mesa junto al tenedor y el trozo de pan que también lo espera a él que no viene y mamá terminó de fregar su plato y el mío y después me metió en la cama que era muy tarde ya y me dijo que me durmiese cariño mío y que papá también me daría un beso y las buenasnoches cuando llegase de hablar con los hombres pero no vi que lo hiciera ya no pude aguantar más tiempo abiertos los ojos que también querían dormirse pero por la mañana sí que estaba papá cuando me levanté lo vi dormido en el sofá del salón y el plato seguía en la mesa lleno con la comida fría y seca que él no había tocado luego le decía a mamá que no tenía hambre y mamá le dijo a él que hambre no pero que sed sí que olía a cerveza y mucho más a tabaco que por eso tosía tanto mientras estaba dormido y cuando se despertaba por las mañanas que eso no era bueno que se estaba quitando la vida a él y a nosotros también a mí me quitaba su vida pero yo no quería que me la quitara ni que se fuera tantas veces tampoco que le gritara a mamá ni ella a él pero eso era lo que volvían a hacer enseguida mientras yo esperaba para ir al cole allí se me olvidaba un poco todo lo que pasaba en casa yo no quería dejarlos solos ni tampoco quería no ir a la escuela todos los días me llevaba papá en el coche todos los días pero ese día el día que papá se portó mal conmigo pero él no es malo nunca lo es malo es la cerveza le dice mamá el coche estaba roto y lo estaban arreglando en el taller de un cristal roto por un golpe con otro coche que papá no vio por culpa de las cervezas dijo mamá que no podía seguir así un día y otro día que uno de esos días sería peor y él que solo había tomado dos o tres nada más y es verdad que su aliento olía raro cuando me dio un beso ya en la puerta del colegio y enseguida otro más fuerte te quiero mucho cariño cuida de mamá y después vino a recogerme ella a la hora de salir y papá no estaba tampoco en casa y mamá lloraba sin parar para secarse las lágrimas sobre el empapado delantal mientras preparaba el pollo y las patatas fritas y yo miraba a la puerta muchas veces ella no también yo la miraba a ella para saber pero ella no quería mirarme a mí porque lloraba y yo quería llorar con ella pero no me salía y no sabía por qué luego te miraba a ti y tu sí que me mirabas a mí y sabías todo lo que yo sé siempre lo sabes aunque no te diga palabras ella a ti no te ve ni tampoco papá y tu también quieres verlo llegar y los dos miramos a la puerta mucho mucho mamá no la mira ella llora mientras comemos en la mesa pequeña de la cocina con sólo dos platos llenos de pollo y patatas fritas tampoco hay pan esperando a papá que no abre la puerta y se acabó el pollo y las patatas y una rica pera y nos vamos a mi cuarto tu y yo a jugar mientras miramos la puerta que nunca se abre ni siquiera después de dormir muchas veces y de venir del cole muchas veces cuando me recoge mamá papá no y yo también quiero a papá no solo a mamá que me lleve él al cole que no me quite su vida que se vayan las riñas los gritos la cerveza yo se que tu también quieres a papá aunque a ti no pueda verte ni contarte cuento ni darte grandes besos.

     Hoy otra vez me ha ido a buscar mamá a la escuela andamos rápido para llegar pronto a casa tiraba de mi mano pero no dolía y eso que ella lloraba pero poquito y reía un poquito también cuando me miraba corre corre y al llegar a casa ya estaba la mesa puesta para comer la grande en el salón y tres platos y la olla echando humito y un trozo de pan también esperando mirando mucho la puerta.

Gracias a Cuqui y a Fernando Quiñones.

viernes, 18 de junio de 2010

RAQUEL

     Serenidad.
     Sí, esa era la palabra justa para definir el estado de ánimo que la había llevado a tomar aquella decisión. Por fin Raquel había logrado encontrar la paz en su interior, aunque para ello hubiese tenido que renunciar a una parte importante de su propio ser.
     Apenas un mísero rescoldo, ascua imperceptible del fuego de aquel tiempo que —hoy podía estar segura de ello—, definitivamente, había pasado a formar parte de una etapa ya superada. Comenzaba un nuevo tiempo —Sí, seguro que también se podía nacer después de los cuarenta—. Siempre hay segundas oportunidades cuando se trata de luchar por hacer realidad viejos sueños. Y, de sueños, de deseos, de objetivos incumplidos, la pasada vida de Raquel había estado plagada; rebosante de proyectos por cumplir o a medio terminar pero ya no más, nunca más. Sonrió al recordar el viejo tópico tantas veces oído: “hoy es el primer día del resto de tu vida”, y eso era lo que lograría con la luz de este nuevo día, al fin había hallado el camino a seguir.
     Raquel cogió su bolsa de viaje con solo lo necesario. No le costó mucho dejar atrás todos aquellos objetos que había ido acumulando a los largo de esos años: cosas carentes ya del significado que un día pudieron haber tenido y que hoy no encontraban hueco en su nuevo ser. Mientras caminaba por la aún desierta calle fue dejando atrás, uno por uno, todos los hirientes fragmentos del periodo consumado: tiempo durante el cual hubo momentos en que pensó que era feliz, que aquel era su lugar, que aquella podía ser su vida. Así dejó resbalar a lo largo de todo su cuerpo, desde su cabeza hasta el asfalto, el día en que lo conoció y todos los bellos momentos vividos: la boda, la nueva casa y los hijos que pensaron tener y que nunca llegaron —Sí, era cierto que había sido por culpa de ella—: A pesar de que al principio los buscaron con ilusión, el hecho de no haberlos tenido no se debió a ningún desorden de su cuerpo, pero sí, había sido ella y solo ella la que había hecho todo lo posible por no traerlos a este mundo, a ese mundo, a aquel mundo; ¿cómo podía condenarles a ello?: A todo lo que fue aflorando con el trascurso de los días de convivencia junto a aquel monstruo en constante transformación: el egoísmo, los gritos, las borracheras, las continuas peleas; su pasiva dejadez, las mentiras y traiciones; las palizas, los huesos rotos y moratones. Todo ello fue quedando tras sus pasos, abandonado, como un intenso reguero de máculas estridentes. Mientras, la mano derecha palpaba delicadamente su piel desde uno de sus hombros hasta el pecho y, ahogando un quejido que pugnaba por brotar, lloró: pero tan solo una lágrima recorrió su mejilla, sólo una y no más, ni una sola más, no por él. Él, durante un instante Raquel volvió la vista atrás, hacia la fachada del familiar edificio que había sido su prisión, ¿qué pensaría cuando llegase a la casa y la encontrara vacía?, ¿qué haría? No importaba, ya no. Ella había tomado su decisión y no quedaba marcha atrás. No más decepciones ni falsas esperanzas. Ya no. Ahora sería ella. Una nueva Raquel. Sin obligaciones ni lazos de ningún tipo que la ligasen a nadie. Por fin había aprendido a quererse a sí misma. No le había quedado más remedio que aprenderlo —¡a fuerza de palos!—. Una vaga sonrisa moldeó sus labios: apenas una mueca velada por el fantasma del dolor enraizado en su interior, pero sólo un fantasma ya al fin y al cabo, un fantasma que la empujaba a seguir adelante, a salir de allí en cuerpo y alma. Completa al fin.
     Atrás quedaban la casa, la calle y el despojo de secuencias vividas; todas las perplejidades y arbitrariedades que habían embotado su cabeza, y la bestia de la peor de sus pesadillas. Delante la amplitud de un nuevo horizonte y la sobriedad de sus pretensiones futuras. Jamás volvería a dejar que el mundo la absorbiese. Desde este mismo instante dejaría fluir libremente su alegría de vivir, y vivir era lo que más quería. La aguardaba todo un mundo de confraternidad y amor. Sí, delante se abría un nuevo marco donde esperaba su vida: el desenlace final tal vez, pero con toda seguridad el nuevo comienzo.

RAICES

     Madrid, 1986.
     Desde mucho tiempo atrás Carlos Duarte había soñado con el momento en que vería por primera vez Madrid y ahora que llegaba, a través de la ventanilla del Boeing 767, sólo alcanzaba a divisar apenas algún que otro edificio sobresaliendo por encima de la densa niebla que envolvía la ciudad, pero eso no lo desalentó; el sol seguía brillando tras la cola del aparato, y el sol era vida en su cultura, promesa de esperanza y continuidad.
     Esperanza, sobre todo, era lo que el joven traía como equipaje. Esperanza de conseguir un trabajo, el dinero suficiente para mandar a los que habían quedado allá, en el pueblito de la querida y denostada Colombia. Esperanza en poder alejarles de la penuria y, al menos por un tiempo, que todos salieran adelante: padre, madre; hermanos y hermanas, seis en total aparte de él, y la vieja yaya —confiaba en encontrarla aún en este mundo a su regreso—. Mal andaban las cosas por allá: Trabajo sí que había, pero mal pagado, insuficiente para las necesidades primordiales de una familia en el día a día. Carlos Duarte lo tenía claro, él lograría que eso cambiara, trabajaría duro, en lo que hiciera falta; la vida le había enseñado a no tener remilgos, en lo que fuera y el tiempo necesario, hasta conseguir el poco de solidez suficiente para la estabilidad de los suyos.
     El brusco zarandeo del avión al tomar tierra hizo que volviera a la realidad del presente, ahora lo más importante era no ceder hasta alcanzar su objetivo: un trabajo, o dos, él tenía capacidad para eso y más; si algo enseña la penuria es a hallar la manera de esquivarla. Además debía buscar un lugar donde vivir, poca cosa, con apenas un catre y cuatro paredes bastaría.
     Madrid, España. Todo esto era otro mundo: calles llenas de gente: una incesante y tumultuosa muchedumbre en pos de nada, y de todo; comercios, bares y restaurantes, oficinas, grandes almacenes: mil canales por donde fluye la densa marea, anónima e indiferente, arrasando con todo cuanto encuentra a su paso; y Carlos Duarte se zambulló de lleno, dejándose llevar por la vorágine de aquel esplendor nuevo y sugestivo.

     Al mismo tiempo, Carmen, como tantas veces en esa etapa de su vida, quizás demasiadas veces, seguía, dentro de la mundanal marea, el hilo que lograba liberarla del laberinto en que se había convertido el hogar conyugal. No eran pocas las ocasiones en que se había arrepentido de haber consentido en casarse con aquel hombre aún a sabiendas de la vida que le gustaba llevar: juerguista y mujeriego, “vividor”, como el declaraba ante los amigos sin rubor, a pesar de la condición conservadora y católica que practicaba públicamente debido a su posición y al cargo que ostentaba en el partido. Pero ella había logrado sobreponerse a ese estatus. También ella viviría, dejando de lado su educación y la tradición familiar, aparcando de vez en cuando la pía cotidianidad de su existencia; buscando fuera del hogar lo que allí no encontraba. Seguro que él, allá por París o Bruselas, Londres o Nueva York, donde quiera que le hubiese llevado esta vez su cargo político, estaría poniendo en práctica su máxima, y sin tenerla a ella en cuenta para nada, seguro que ni se acordaba. Lejos y sola; pero no, sola no, ya nunca más sola, eso había aprendido a remediarlo.
     Eso tiene de positivo el ir inmersa en la marea, anónima y desterrada, nadie pregunta adónde vas ni qué haces o dejas de hacer, y así, casi sin darte apenas cuenta, encuentras el lugar idóneo donde pasar inadvertida, siendo simplemente una más: un lugar como otro cualquiera, donde tomar unas copas y conocer a alguien, otra alma solitaria con quien compartir sensaciones y un poco de calor humano, aunque sea fugaz, precario; pero apaciguador, redentor del alma atribulada. Qué más da quién sea ese alguien, no piensas cargar con sus preocupaciones ni sus motivaciones; sólo se trata de una noche, cualquiera puede valer para eso, tal vez ese mismo que ves allá, apoyado en la barra frente a la copa medio llena; quizás para él, solitario y pensativo, esté medio vacía. No es de aquí, español quieres decir, sudamericano seguramente: “sudaca, escoria del otro lado del charco”, como diría Bernardo, tu marido, en la intimidad; pero tú no tienes esos remilgos ni esa mala sangre, a pesar de tu educación en los mejores colegios del viejo régimen; a pesar de todo, le ves como a uno más, alguien, persona, ni más ni menos que cualquiera, tan bueno o malo como el que más, ruin o generoso, culto o ignorante, pero persona, hombre; y eso es lo que necesitas ahora, sólo un hombre: un hombre y una habitación en un apartado y discreto hotel, no pides nada más; y mañana será otro día.

     Madrid, 2008.
     Poco o nada tiene que ver la imagen que guardabas en tu mente. La ciudad apenas te resulta reconocible, por mucho que lo intentas no logras identificarla con tus recuerdos, con la de veces que has oído a tu padre relatar su estancia en ella 22 años atrás; es Madrid, sí, y las mismas calles, los mismos edificios descritos, y podría ser que hasta la misma gente, pero no coinciden los detalles, esas pequeñas cosas que hacen que determinados lugares se fijen en nuestra mente; y esos pequeños detalles, comprendes, son los que hicieron aquel Madrid que tanto oíste, pero no el tuyo, no este que tu vives ahora. Igual que un día lo hizo él, Carlos Duarte, tu padre, deambulas de un lugar a otro casi sin sentido, ya tu viaje lo perdió, después de más de siete semanas aquí no sabes adonde acudir; la crisis, sí, eso debe ser, esa crisis que sacude los cimientos de esta opulenta y no tan vieja sociedad global, la crisis de la que no dejas de oír hablar desde tu llegada y que muchos incluso alientan sin pudor, esa crisis que se resiente en tu bolsillo con cada nuevo día que pasas en busca de un trabajo: da igual en lo que sea, una ocupación que te reporte beneficio, aunque sea mínimo, lo imprescindible para seguir aguantando hasta que puedas regresar a tu mundo, realmente este no lo es, allá, en la añorada Colombia, aguarda la familia, los amigos y los lugares queridos: todo lo que eres; aquí sientes que no eres nada, tan sólo un extraño, perdido, un paria entre los tantos que pueblan estas calles, un intruso vagando los suburbios de una ciudad que no es tuya, pateando sus infinitas aceras, de apeadero en apeadero, pasajero impasible de este metro que esperas, en el que subirás dejándote llevar por la ingente marea de anónimas miradas que contemplan y no ven, vienen y van, ¿adónde?, quizás...
     El túnel se inunda de luz, oyes la máquina chirriar, aquí está, ya aparece, llena la vía en el andén ante ti; ahora subirás y tal vez hoy, quizás...

     Tampoco corrían buenos tiempos para Javi “El Casca”, aunque a ello contribuían factores muy distintos a los del joven colombiano. Al “Casca” —Javier para sus padres y, según el documento nacional de identidad y su tarjeta de filiación al grupo neonazi del cual era miembro destacado, Javier del Real Otero—, lo que le amargaba la existencia era el tener que soportar a sus padres a diario, con sus continúas discusiones y desavenencias que aireaban sin reserva al menor roce; eso y todos los niñatos progres sin ningún decoro con los que tenía que bregar por donde quiera que fuese. A veces pensaba en los tipos que, no demasiado a menudo para su gusto, tomaban un arma y ajustaban cuentas en institutos y centros comerciales de Estados Unidos, Alemania y otros paises —«eso era tener dos cojones»—. Pero lo que más le hinchaba lo huevos, era toda esa bazofia que campaba a sus anchas por comercios y bares, en el metro, —«ni por la puta calle se podía andar sin toparse a cada instante con esa escoria de inmigrantes que no tenían ni donde caerse muertos»—: negros, sudacas, polacos, rumanos y tantos otros; sin contar a los gitanos, esos eran un punto y aparte con el que no le quedaba más remedio que resignarse; aunque si por él fuera... —«Bah, a tomar por culo todos ellos, que se jodan»—. Y hoy precisamente tenía su madre que montarle el numerito: que, qué es lo que estás haciendo con tu vida, que si no haces nada útil, que crezcas ya de una vez y dejes esas compañías con las que andas, que no acabarás bien, que si tu padre por aquí, que si tu padre por allá. Qué sabrá ella de tu vida. Y tu padre, al que todo le importa una puta mierda, él sólo vive para sí mismo, y para España, en eso casi tiene un punto en común contigo: tú también luchas por la patria, pero de otra manera, como hay que hacerlo, con hechos y no con inútil palabrería; como lo estás haciendo ahora mismo, soportando este apestoso vagón que te lleva hacia la manifestación en contra de esos inmigrantes que están invadiendo todo el país, echando a perder España. —«¡Míralo!, como ese que espera en el andén, ¡tan modosito él!, esperando a subir. Se va a enterar ahora ese hijoputa»—. Tienes que propinar varios codazos y empujones hasta situarte cerca de la puerta, pero lo consigues a tiempo, incluso puedes sacar de tu recia bota militar el afilado cuchillo de caza que siempre lleva ahí ¡por si acaso! —«Como se pase un pelo le corto el cuello si hace falta»—. Lo escondes a tu espalda, firmemente empuñado. —«Aquí está ya el sudaca cagón»—. Le miras con brillo de fuego en los ojos, que se entere bien de lo que es un español, que se empape con el rótulo de tu camiseta: “Con Franco por España, siempre”, y que se atragante con la esvástica de tu brazo. —«¿Qué pasa mamón?»—, le retas con la mirada mientras tus dientes sienten el calor de la sangre en el labio inferior. —«Dime algo, anda, abre la boquita»—. Y te lo dice, se ha mofado de tu camiseta, ha tenido la desfachatez de reírse, ¿qué más quieres “Casca”?, cáscatelo de una vez. Y tu brazo, fiel resorte, apretando el cuchillo, golpea su pecho. —«Toma mamón, llévales este mensaje a tus colegas»—. Y corres mientras el pingajo aquél cae al suelo en redondo, sales por la puerta que aún no ha acabado de cerrarse, el cuchillo, en tu mano, va dejando un reguero rojo de sangre; sí, su sangre también es roja.

     «Maldito día», piensa Carmen Otero, «uno de esos días que Dios no debería permitir que amaneciera», recordando la trágica jornada en que todo ocurrió, un año y medio atrás. Hoy tendría lugar la vista de la sentencia contra su hijo por el asesinato del joven colombiano. «¿Cómo pudo llegar a suceder eso?», se pregunta; ella sabía que un día ocurriría algo, con aquella manera de comportarse, «¿porqué?», no logra explicarse cómo pueden llegar a suceder tales paradojas, fatales coincidencias. «¿Cómo podría ella decir nada en defensa de su único hijo?, ¿qué podría decir? ¿Cómo explicarlo?, ¿cómo describir la opresión en su pecho al oír por primera vez el relato de lo ocurrido; cuando oyó el nombre y la nacionalidad del muerto: Rubén Duarte; cuando vio, a través de la pequeña pantalla, la consternación de sus padres, del padre: Duarte, la cara del padre, sus ojos; viejos recuerdos casi olvidados: la misma cara, muchos años atrás, una habitación de hotel, una cama y, nueve meses después... Su marido, Bernardo no llegó a sospechar nada, por entonces él sólo vivía para su carrera política. Pero ahora, tantos años después, purgaba ella su delito.
     «Caín». ¿Cómo iba ella a decir nada a nadie?

jueves, 17 de junio de 2010

EL CONTRATO

     Apenas faltaban dos minutos para la media noche.
     Las manecillas en la iluminada esfera de reloj, sobre el campanario de la catedral, eran el único signo de actividad apreciable de toda la plazoleta. Crucé la explanada y luego bajo uno de los elevados arcos que conformaban el pasaje abovedado de la cara principal del viejo edificio de correos: una suntuosa construcción de estilo renacentista, fechada en el año 1527. En la semipenumbra del pasaje logré identificar la pequeña puerta con la letra omega (Ω) tallada en la piedra del muro, sobre el dintel, y, sin ninguna dificultad, logré abrirla con sólo una ligera presión. A tientas descendí por los desgastados escalones, seis o siete, que desembocaban en un lóbrego y angosto pasillo. Las paredes resudaban tanta humedad que hube de retirar mis manos heladas de ellas. En el fondo de mi consciencia una duda luchaba por aflorar: ¿Habría hecho bien en acudir a esta cita? Palpé el bolsillo interior de mi cazadora, donde conservaba la escueta nota que había recibido tan sólo un par de días antes.

Al sr. Abel Ruiz.
En atención a su demanda, Nos, nos complacemos en comunicarle que nos viene a bien emplazarle, en la fecha y hora indicada, y en la dirección que usted ya conoce, con la finalidad de formalizar su contrato con Nos.
Día: 29 de febrero
Hora: a las 00:00

     No era que mi vida hubiera sido un desastre total, pero la verdad es que, a mis treinta y nueve años recién cumplidos, tampoco había gozado de las cosas que consideraba necesarias para vivir dignamente dentro de la sociedad y el tiempo que me había tocado vivir. Había podido estudiar y acabar una de esas carreras que se consideraba con “salida” pero, al finalizarla y para poder mantenerme, hube de recurrir, como la gran mayoría, a echar mano de lo primero que salía; emprendí varias labores de las que mejor no quiero acordarme, y las tuve que ir desechando, una tras otra, hasta llegar a la situación en que me encontraba en esos momentos: sin trabajo, sin dinero y a punto de que me echasen de la casa que a duras penas había logrado ir conservando.
     Y heme allí. Tenía la oportunidad de conseguir remontar el bache y emprender una nueva vida. ¡Una vida a la medida de mis deseos!

     Desde el fondo del pasillo, el tenue fulgor anaranjado de una luz de emergencias me invitó a continuar hasta las dos puertas —la una frente a la otra, las dos iguales, y las dos cerradas— que se encontraban situadas justamente debajo de dicha luz. Con determinación empujé la única de las dos que se hallaba coronada por otra omega (Ω), idéntica a la situada en la fachada exterior del edificio, y pasé a otro pasillo, copia exacta del que acababa de dejar atrás. Al fondo otra luz y otras dos puertas más. Allí encontré el tercer signo (Ω). El punto final.
     La puerta se hallaba ligeramente entornada, a través de la rendija pude entrever parte del interior. Había estado allí en una ocasión anterior, apenas unas semanas antes; al entrar pude comprobar que todo continuaba igual, sin el menor cambio. Las cuatro lámparas de aceite reverberaban desde su simétrica disposición, adosadas al centro de cada una de las cuatro paredes, montadas sobre los elaborados pies de hierro forjado; tres de ellos carentes de cualquier otro tipo de ornamentación, salvo el cuarto, ante la pared situada a la izquierda de la puerta, donde un impresionante hogar ardía intensamente en el centro de enormes estanterías, absolutamente repletas de ejemplares de libros antiguos. Eran libros grandes, y de pequeño formato, encuadernados en piel, en tela, y otros de diversos materiales. Había también algunos volúmenes de enorme formato, de oscuras y ajadas encuadernaciones que denotaban el continuo manejo al que eran sometidos. Ante la chimenea se hallaba situada una extensa y maciza mesa, de oscura madera, con sólo dos sillas de altos respaldos, situadas la una frente a la otra, a ambos lados de la tabla y en una de ellas, justo ante del fuego, se encontraba el hombre que me había enviado la nota; solemne, inmutable, aguardando con las palmas de las manos colocadas sobre la rústica superficie.
     —No dudaba que acudiría a nuestro encuentro sr. Ruiz. Llega usted exactamente a la hora indicada. Gracias por su consideración —su voz, melodiosa, entonaba cada sílaba con justa precisión; modulando cada vocablo—. Tenga usted la amabilidad de tomar asiento. Por favor —dijo mientras me indicaba la silla vacía frente a él.
     Asentí con un ligero movimiento de cabeza y me senté en silencio. El calor desprendido por el hogar era sofocante.
     —Espero que siga manteniendo el propósito de ultimar nuestro acuerdo —mientras hablaba, sin mover apenas un sólo músculo facial, mantenía la mirada clavada en mis pupilas—. ¿No irá usted a echarse atrás en el último momento? ¿Verdad sr. Ruiz? —entonces esbozó una escueta sonrisa, no exenta de cierto toque cínico.
     Viéndole allí sentado, me pregunté cómo podía ser que, aún estando de espaldas a la lumbre, aquellos ojos reflejasen tal brillo que parecía encender toda su cara. En realidad, todo él en conjunto, ofrecía un aspecto envidiablemente atrayente. Aparentaba unos cincuenta años pero, indudablemente, debía ser mayor; había signos en él, pequeños detalles apenas perceptibles a simple vista, que así lo denotaban. Como por ejemplo sus manos. Esas manos consumidas, sólo piel y huesos, llamaron particularmente mi atención. Según el dicho popular, las manos de una persona no engañan. Era evidente que el elegante traje negro, hecho a medida, que vestía le ayudaba mucho a mantener el tipo, aportando un sutil toque de majestuosidad a su esbelta figura.
     —No tema por ello —respondí, sosteniendo su mirada—. He llegado hasta aquí y continuaré adelante en mi empeño. Como le dije en nuestra anterior conversación, su oferta se amolda perfectamente a mis propósitos y, por ello, estoy dispuesto a llegar hasta donde haga falta. Así que, si no tiene inconveniente alguno, dejemos los prolegómenos y pasemos a considerar los detalles de nuestro contrato.
     —Muy bien. Así me gusta a mí la gente. Veo que es usted una persona que sabe lo que busca. Algo que, hoy en día, desgraciadamente, es raro de encontrar —exclamó mientras se respaldaba en su asiento y, mesándose con estudiado gesto la esmerada perilla que lucía, continuó—. Sin embargo, antes me gustaría que tomásemos una copa. Un buen trago siempre ayuda a entrar en calor y enardece los ánimos.
     “¿Aún más calor?” Recuerdo que pensé. Justo en ese instante, como si sólo hubiese esta esperando una señal, se oyó el crujir de unos goznes y se abrió el hueco de una puerta giratoria entre las filas de libros, dando paso a un extraño personaje empujando un surtido carro-bar, repleto de botellas con una gran variedad de licores, y vasos y copas de fino cristal que fulguraban al brillo de las llamas. El sirviente era un anciano de indefinible edad, a decir de las muchas arrugas, profundamente marcadas, que surcaban su rostro. Apenas podía dar un paso delante del otro y arrastraba los pies ayudado por el apoyo que le ofrecía el carro.
     —Este es Clemente, mi fiel servidor —indicó el anfitrión, sin molestarse en mirarle, sólo con un simple ademán—. Algún día, Sr. Ruiz, puede que llegue a conocerlo usted bien. Él no puede hablar, pero oye perfectamente. Pídale lo que desee beber.
     Saludé al hombre con un movimiento de cabeza pero él ni siquiera se inmutó. Tan sólo oí, como respuesta, el tintineo de los cristales al detener el carro junto a su señor.
     —Un brandy me sentará bien. Gracias. —pedí, aunque sólo fuera por no parecer descortés.
     El anciano, quien ya andaba manipulando algunos de los utensilios que traía, procedió parsimoniosamente a preparar las bebidas. Vertió el brandy en una enorme copa tipo balón, de ancha boca; tras ofrecérmela, se enfrascó en la tarea de encender un infiernillo de alcohol y colocar sobre él, en un soporte especial para ello, la copa con la bebida de su señor. Una vez hubo acabado de servirle, volvió a empujar su carro y salió de la estancia de igual modo que había llegado. En ningún momento vi en él el menor signo de emoción, ni, siquiera, llegó a levantar la cabeza.
     Mi anfitrión, tras paladear un sorbo detenidamente, depositó la copa sobre la mesa y luego la desplazó hacia un lado, deslizándola suavemente sobre la madera.
     —Ahora podemos pasar a los negocios. Concluyamos nuestro acuerdo —tomó uno de aquellos enormes libros, uno con tapas de piel oscura que durante todo el tiempo había estado a su alcance, sobre la mesa, y lo abrió—. Aquí se hallan recogidos todos los puntos de nuestro acuerdo: Lo que usted me solicita, y también lo que me ofrece a cambio. Puede comprobar que todo es correcto.
     Extendió hacia mí el volumen abierto. Yo, alzándome sobre la mesa para alcanzarlo, asentí con un “gracias” y me puse a leerlo detenidamente. Luego, ambos firmamos el contrato.

     No me importaba nada más. Sólo quería conocer el sabor del éxito. Vivir la vida hasta el límite y gozarla. Y eso para mí no tenía precio. Estaba dispuesto a pagar lo que fuese necesario, aunque el coste fuese la misma vida. Pero que más daba. Para entonces, cuando me pasasen la cuenta, ya habría vivido mi sueño. Al fin y al cabo, ese es el precio que ha de pagar todo el mundo. En definitiva, toda vida se paga con la vida.

     En el reloj, sobre el campanario, repicaban las doce cuando abrí la pequeña puerta y salí a la penumbra del pasaje, bajo el viejo edificio de correos. Por un momento creí sentir el azote del gélido viento del norte en aquella noche invernal, pero la sensación no duró mucho. Noté como un nuevo vigor tomaba posesión de mi cuerpo y todo en mí cambió. Hasta la noche cambió. Estaba contento, seguro. Sabía que había hecho un buen trato. Ahora tenía resuelto el porvenir. Podría tener todo lo que quisiera sólo con desearlo.
     Y lo conseguí, logré dinero y viajé por toda la tierra. Conocí a mucha gente, y a mujeres que me amaron y a las que yo también amé. Tuve hijos, muchos, y me gusta pensar en que no hubieron de pasar penalidades nunca; ni ellos ni sus hijos, y si me apuran, ni los hijos de sus hijos, quienes andarán por ahí, en cualquier parte del mundo, en estos instantes. Yo estoy aquí, han pasado ciento cincuenta y ocho años desde que firmé aquél contrato con mi señor. Si, estoy aquí. No puedo hablar por que me falta la lengua, mi señor la exigió en su momento como parte del pago; ni, apenas, puedo caminar, el paso de los años no perdona, pero consigo llegar a donde sea menester, con el apoyo y el tiempo necesario; y puedo pensar, la lucidez no me ha abandonado. Ahora, todos me llaman Clemente. Y, a esto, ya no se le puede llamar vida. Pero no me quejo, al menos no mucho.