viernes, 18 de junio de 2010

RAICES

     Madrid, 1986.
     Desde mucho tiempo atrás Carlos Duarte había soñado con el momento en que vería por primera vez Madrid y ahora que llegaba, a través de la ventanilla del Boeing 767, sólo alcanzaba a divisar apenas algún que otro edificio sobresaliendo por encima de la densa niebla que envolvía la ciudad, pero eso no lo desalentó; el sol seguía brillando tras la cola del aparato, y el sol era vida en su cultura, promesa de esperanza y continuidad.
     Esperanza, sobre todo, era lo que el joven traía como equipaje. Esperanza de conseguir un trabajo, el dinero suficiente para mandar a los que habían quedado allá, en el pueblito de la querida y denostada Colombia. Esperanza en poder alejarles de la penuria y, al menos por un tiempo, que todos salieran adelante: padre, madre; hermanos y hermanas, seis en total aparte de él, y la vieja yaya —confiaba en encontrarla aún en este mundo a su regreso—. Mal andaban las cosas por allá: Trabajo sí que había, pero mal pagado, insuficiente para las necesidades primordiales de una familia en el día a día. Carlos Duarte lo tenía claro, él lograría que eso cambiara, trabajaría duro, en lo que hiciera falta; la vida le había enseñado a no tener remilgos, en lo que fuera y el tiempo necesario, hasta conseguir el poco de solidez suficiente para la estabilidad de los suyos.
     El brusco zarandeo del avión al tomar tierra hizo que volviera a la realidad del presente, ahora lo más importante era no ceder hasta alcanzar su objetivo: un trabajo, o dos, él tenía capacidad para eso y más; si algo enseña la penuria es a hallar la manera de esquivarla. Además debía buscar un lugar donde vivir, poca cosa, con apenas un catre y cuatro paredes bastaría.
     Madrid, España. Todo esto era otro mundo: calles llenas de gente: una incesante y tumultuosa muchedumbre en pos de nada, y de todo; comercios, bares y restaurantes, oficinas, grandes almacenes: mil canales por donde fluye la densa marea, anónima e indiferente, arrasando con todo cuanto encuentra a su paso; y Carlos Duarte se zambulló de lleno, dejándose llevar por la vorágine de aquel esplendor nuevo y sugestivo.

     Al mismo tiempo, Carmen, como tantas veces en esa etapa de su vida, quizás demasiadas veces, seguía, dentro de la mundanal marea, el hilo que lograba liberarla del laberinto en que se había convertido el hogar conyugal. No eran pocas las ocasiones en que se había arrepentido de haber consentido en casarse con aquel hombre aún a sabiendas de la vida que le gustaba llevar: juerguista y mujeriego, “vividor”, como el declaraba ante los amigos sin rubor, a pesar de la condición conservadora y católica que practicaba públicamente debido a su posición y al cargo que ostentaba en el partido. Pero ella había logrado sobreponerse a ese estatus. También ella viviría, dejando de lado su educación y la tradición familiar, aparcando de vez en cuando la pía cotidianidad de su existencia; buscando fuera del hogar lo que allí no encontraba. Seguro que él, allá por París o Bruselas, Londres o Nueva York, donde quiera que le hubiese llevado esta vez su cargo político, estaría poniendo en práctica su máxima, y sin tenerla a ella en cuenta para nada, seguro que ni se acordaba. Lejos y sola; pero no, sola no, ya nunca más sola, eso había aprendido a remediarlo.
     Eso tiene de positivo el ir inmersa en la marea, anónima y desterrada, nadie pregunta adónde vas ni qué haces o dejas de hacer, y así, casi sin darte apenas cuenta, encuentras el lugar idóneo donde pasar inadvertida, siendo simplemente una más: un lugar como otro cualquiera, donde tomar unas copas y conocer a alguien, otra alma solitaria con quien compartir sensaciones y un poco de calor humano, aunque sea fugaz, precario; pero apaciguador, redentor del alma atribulada. Qué más da quién sea ese alguien, no piensas cargar con sus preocupaciones ni sus motivaciones; sólo se trata de una noche, cualquiera puede valer para eso, tal vez ese mismo que ves allá, apoyado en la barra frente a la copa medio llena; quizás para él, solitario y pensativo, esté medio vacía. No es de aquí, español quieres decir, sudamericano seguramente: “sudaca, escoria del otro lado del charco”, como diría Bernardo, tu marido, en la intimidad; pero tú no tienes esos remilgos ni esa mala sangre, a pesar de tu educación en los mejores colegios del viejo régimen; a pesar de todo, le ves como a uno más, alguien, persona, ni más ni menos que cualquiera, tan bueno o malo como el que más, ruin o generoso, culto o ignorante, pero persona, hombre; y eso es lo que necesitas ahora, sólo un hombre: un hombre y una habitación en un apartado y discreto hotel, no pides nada más; y mañana será otro día.

     Madrid, 2008.
     Poco o nada tiene que ver la imagen que guardabas en tu mente. La ciudad apenas te resulta reconocible, por mucho que lo intentas no logras identificarla con tus recuerdos, con la de veces que has oído a tu padre relatar su estancia en ella 22 años atrás; es Madrid, sí, y las mismas calles, los mismos edificios descritos, y podría ser que hasta la misma gente, pero no coinciden los detalles, esas pequeñas cosas que hacen que determinados lugares se fijen en nuestra mente; y esos pequeños detalles, comprendes, son los que hicieron aquel Madrid que tanto oíste, pero no el tuyo, no este que tu vives ahora. Igual que un día lo hizo él, Carlos Duarte, tu padre, deambulas de un lugar a otro casi sin sentido, ya tu viaje lo perdió, después de más de siete semanas aquí no sabes adonde acudir; la crisis, sí, eso debe ser, esa crisis que sacude los cimientos de esta opulenta y no tan vieja sociedad global, la crisis de la que no dejas de oír hablar desde tu llegada y que muchos incluso alientan sin pudor, esa crisis que se resiente en tu bolsillo con cada nuevo día que pasas en busca de un trabajo: da igual en lo que sea, una ocupación que te reporte beneficio, aunque sea mínimo, lo imprescindible para seguir aguantando hasta que puedas regresar a tu mundo, realmente este no lo es, allá, en la añorada Colombia, aguarda la familia, los amigos y los lugares queridos: todo lo que eres; aquí sientes que no eres nada, tan sólo un extraño, perdido, un paria entre los tantos que pueblan estas calles, un intruso vagando los suburbios de una ciudad que no es tuya, pateando sus infinitas aceras, de apeadero en apeadero, pasajero impasible de este metro que esperas, en el que subirás dejándote llevar por la ingente marea de anónimas miradas que contemplan y no ven, vienen y van, ¿adónde?, quizás...
     El túnel se inunda de luz, oyes la máquina chirriar, aquí está, ya aparece, llena la vía en el andén ante ti; ahora subirás y tal vez hoy, quizás...

     Tampoco corrían buenos tiempos para Javi “El Casca”, aunque a ello contribuían factores muy distintos a los del joven colombiano. Al “Casca” —Javier para sus padres y, según el documento nacional de identidad y su tarjeta de filiación al grupo neonazi del cual era miembro destacado, Javier del Real Otero—, lo que le amargaba la existencia era el tener que soportar a sus padres a diario, con sus continúas discusiones y desavenencias que aireaban sin reserva al menor roce; eso y todos los niñatos progres sin ningún decoro con los que tenía que bregar por donde quiera que fuese. A veces pensaba en los tipos que, no demasiado a menudo para su gusto, tomaban un arma y ajustaban cuentas en institutos y centros comerciales de Estados Unidos, Alemania y otros paises —«eso era tener dos cojones»—. Pero lo que más le hinchaba lo huevos, era toda esa bazofia que campaba a sus anchas por comercios y bares, en el metro, —«ni por la puta calle se podía andar sin toparse a cada instante con esa escoria de inmigrantes que no tenían ni donde caerse muertos»—: negros, sudacas, polacos, rumanos y tantos otros; sin contar a los gitanos, esos eran un punto y aparte con el que no le quedaba más remedio que resignarse; aunque si por él fuera... —«Bah, a tomar por culo todos ellos, que se jodan»—. Y hoy precisamente tenía su madre que montarle el numerito: que, qué es lo que estás haciendo con tu vida, que si no haces nada útil, que crezcas ya de una vez y dejes esas compañías con las que andas, que no acabarás bien, que si tu padre por aquí, que si tu padre por allá. Qué sabrá ella de tu vida. Y tu padre, al que todo le importa una puta mierda, él sólo vive para sí mismo, y para España, en eso casi tiene un punto en común contigo: tú también luchas por la patria, pero de otra manera, como hay que hacerlo, con hechos y no con inútil palabrería; como lo estás haciendo ahora mismo, soportando este apestoso vagón que te lleva hacia la manifestación en contra de esos inmigrantes que están invadiendo todo el país, echando a perder España. —«¡Míralo!, como ese que espera en el andén, ¡tan modosito él!, esperando a subir. Se va a enterar ahora ese hijoputa»—. Tienes que propinar varios codazos y empujones hasta situarte cerca de la puerta, pero lo consigues a tiempo, incluso puedes sacar de tu recia bota militar el afilado cuchillo de caza que siempre lleva ahí ¡por si acaso! —«Como se pase un pelo le corto el cuello si hace falta»—. Lo escondes a tu espalda, firmemente empuñado. —«Aquí está ya el sudaca cagón»—. Le miras con brillo de fuego en los ojos, que se entere bien de lo que es un español, que se empape con el rótulo de tu camiseta: “Con Franco por España, siempre”, y que se atragante con la esvástica de tu brazo. —«¿Qué pasa mamón?»—, le retas con la mirada mientras tus dientes sienten el calor de la sangre en el labio inferior. —«Dime algo, anda, abre la boquita»—. Y te lo dice, se ha mofado de tu camiseta, ha tenido la desfachatez de reírse, ¿qué más quieres “Casca”?, cáscatelo de una vez. Y tu brazo, fiel resorte, apretando el cuchillo, golpea su pecho. —«Toma mamón, llévales este mensaje a tus colegas»—. Y corres mientras el pingajo aquél cae al suelo en redondo, sales por la puerta que aún no ha acabado de cerrarse, el cuchillo, en tu mano, va dejando un reguero rojo de sangre; sí, su sangre también es roja.

     «Maldito día», piensa Carmen Otero, «uno de esos días que Dios no debería permitir que amaneciera», recordando la trágica jornada en que todo ocurrió, un año y medio atrás. Hoy tendría lugar la vista de la sentencia contra su hijo por el asesinato del joven colombiano. «¿Cómo pudo llegar a suceder eso?», se pregunta; ella sabía que un día ocurriría algo, con aquella manera de comportarse, «¿porqué?», no logra explicarse cómo pueden llegar a suceder tales paradojas, fatales coincidencias. «¿Cómo podría ella decir nada en defensa de su único hijo?, ¿qué podría decir? ¿Cómo explicarlo?, ¿cómo describir la opresión en su pecho al oír por primera vez el relato de lo ocurrido; cuando oyó el nombre y la nacionalidad del muerto: Rubén Duarte; cuando vio, a través de la pequeña pantalla, la consternación de sus padres, del padre: Duarte, la cara del padre, sus ojos; viejos recuerdos casi olvidados: la misma cara, muchos años atrás, una habitación de hotel, una cama y, nueve meses después... Su marido, Bernardo no llegó a sospechar nada, por entonces él sólo vivía para su carrera política. Pero ahora, tantos años después, purgaba ella su delito.
     «Caín». ¿Cómo iba ella a decir nada a nadie?

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