miércoles, 16 de junio de 2010

EN BLANCO

      —¡Uh!
     —Acabas de tomar conciencia de ti, si, eres tú, pero, ¿dónde estás?, te preguntas, y, ¿qué significa todo esto? Estás tendido, sí, es una cama. Estás en una cama; sábanas blancas, paredes blancas, aparatos... Estás rodeado de brillantes aparatos en los cuales centellean incontables puntos luminosos interpretando un frenético baile multitonal, y sabes que toda esa intensa actividad guarda una estrecha relación contigo mismo. En tu cabeza sabes que todas esas máquinas sólo muestran el reflejo de lo que eres. ¿Qué eres? Acaso únicamente el inconmensurable reflujo transmitido a través de docenas de tubos y cables, o, ¿hay algo más? No sabes contestarte. Estás aturdido, te sientes vacío, desorientado... O es que ni siquiera estás ¿Dónde? ¿Quién? ¿Qué? Si te levantases, si fueses capaz de mover un pie, y luego el otro; alzar tu cuerpo, sacarlo de debajo de esas inmaculadas sábanas blancas y descender hasta el suelo... ¿Hacia dónde irías? ¿A quién llamarías? y, ¿por qué? ¿Qué es lo que haces aquí? ¿Dónde? ¿Qué significado tiene todo esto? ¿Dónde estabas antes? ¿Con quién? ¿Quién te conoce? y tú, ¿recuerdas a alguien? ¿Algo anterior a estos momentos? ¿Lo recuerdas? ¿Te recuerdas? ¿Te conoces? ¿Quién eres? ¿Quién...?
     De pronto todos tus pensamientos se ven interrumpidos por algo exterior, ajeno, de fuera de ti. En una de las blancas paredes se ha abierto un hueco, lo ves: una blanca puerta por la que surge una blanca figura envuelta en un haz de resplandeciente bruma. ¿Quién?
     —Bienvenido a la vida, señor Ramírez.
     Te habla a ti. Se inclina sobre ti.
     ¿Ramírez, Sr. Ramírez! Tienes un nombre, eres alguien. Pero, ¿quién?, ¿quién?, ¿quién? Tu desconcierto es total.
     —Por fin ha despertado usted. Temíamos que no lo haría nunca. Me alegro de que no sea así.
     ¿Temíamos? ¿Quiénes? La mujer muestra una ligera mueca semejante a una sonrisa y tú, con los ojos abiertos como platos, la contemplas atónito. Su semblante, inalterable, no deja de observarte mientras se ocupa de comprobar cada uno de los puntos de ensamblaje que te unen a esos aparatos: nexos que transmiten una información que ella va anotando en su cuaderno a la vez que manipula botones y válvulas por todas partes.
     —Pronto tendrá visita, ya hemos avisado a sus familiares.
    ¿Familia? ¿Quiénes? Crees que preguntas, mas no recibes ninguna respuesta, sólo la perenne mueca marcada en la cara de la etérea figura que, antes de darte la espalda y salir por el mismo hueco abierto en la pared del fondo, alisa los pliegues de la sábana que cubre tu cuerpo. La sábana, sí. Pero ¿y tu cuerpo? ¿Está ahí? ¿Dónde? Intentas moverte, quieres alzar las manos y tocarte; tampoco tus músculo te responden. Sólo consigues alterar el monótono lenguaje de las máquinas: Aceleran sus pitidos y las fosforescentes ondas que danzan en sus pantallas.
     Una cristalina gota cae repetida, incesantemente, una y otra vez, desde la blanca botella colgada por encima de tu cabeza, baja por un angosto conducto hasta que se pierde al salir de tu campo visual; intentas girar la cabeza: primero a un lado y, al otro después. Pero no logras tu propósito. ¿Qué hay más allá del espacio que tienes justamente delante de tus ojos? ¿Estás sólo? ¿Dónde?

     Algo ha pasado. Durante un indeterminado periodo de tiempo todo se ha detenido en tu cabeza. Nuevamente abres los ojos, de nuevo este blanco, omnipresente, hiriente. Oyes voces. Hay varias figuras a tu alrededor, conversando entre ellas, fijas en ti sus miradas. Todas de blanco. Excepto la inalterable enfermera rubia, todos los demás te son desconocidos. Tres mujeres y dos hombres a los que nos has visto nunca, hablan de ti: conocen tu presión, tu flujo sanguíneo, tu ritmo cardiaco y hasta el valor de tus ondas cerebrales. Ellos parecen conocerte bien. Conocen todas las respuestas de tu cuerpo, ahora, y cómo reaccionó éste, ayer, y la semana pasada; todo lo que hizo y dejó de hacer en no sabes cuanto tiempo. Sí, ellos saben de ti. Mejor que tú.
     —¿Qué tal, Sr. Ramírez?
     Uno de esos hombres se ha inclinado hasta casi posar su nariz sobre tus ojos, coloca una mano en lo que debiera ser tu hombro.
     —Hoy se encuentra usted mejor. ¿Verdad? ¡Bien! Ya pasó lo peor.
     Ves sus caras, la misma mueca, repetida, dibujada en sus bocas. Percibes el mismo brillo reflejado en sus idénticas miradas. No te transmiten nada. Hablan, pero no te aclaran ninguna de las muchas dudas que intentas hacerles llegar.
     Ellos sólo ven tu cuerpo. Se dan la vuelta, se van. ¿Qué pasa...? ¿Qué fue lo peor? ¿Qué...?
     —Afuera aguardan su mujer y sus hijos —te comunica la enfermera cuando los otros ya han salido— Ahora voy a hacerles pasar. ¿Me oye Sr. Ramírez? Están impacientes por entrar. Imagino que usted también tendrá deseos de volver a verlos.
     ¿Mujer? ¿Hijos? ¿Quiénes...?
     ¿Por qué no recuerdas a tu familia? Van a entrar, ahora, vas a verlos y no sabes que pensar. ¿Qué es la incertidumbre que sientes? ¿Miedo? ¿Ansiedad?
     Otra vez el agujero en la pared, da un tono distinto al espacio que te rodea. Ahí Fuera hay otra luz, diferente a la que inunda este habitáculo, otro color. En la semipenumbra del exterior alcanzas a divisar unos tonos de color, casi olvidados: verdes, rojos, amarillos... Una nota de calor sobre la gélida luminosidad en la que te hayas inmerso. Distingues una, dos, tres figuras que se asoman al umbral y luego lo traspasan, acercándose, creciendo ante tu vista. Deben ser ellos. ¿Quiénes?
     Una mujer, alta, esbelta, se aproxima sonriendo. Sus largos cabellos negros caen en tus mejillas cuando se inclina para depositar un beso en tu frente. Tú, en tu cerebro, tienes el impulso de pasarte la mano por la cara, presintiendo el ligero cosquilleo, pero sabes que no será necesario. Tampoco tu frente te ha transmitido ninguna sensación ante el contacto de sus labios.
     —¡Hola, cariño. Cómo estás?
     Ha pasado sus manos por algún impreciso lugar de tu cabeza y te sonríe mientras deja que unas lágrimas resbalen desde sus ojos. Grandes y radiantes. Unos lindos ojos de mirada dulce y serena. Deberías conservar algún recuerdo de esos ojos. También hay dos muchachos, dos chicos que, aunque te saludan afectuosamente, no pueden evitar el dejar que cierta frialdad se trasluzca en sus juveniles semblantes. Tú la percibes, pero no te afecta. Sigues sus movimientos con indiferencia.
     La mujer se ha sentado junto a ti, muy cerca del lugar donde debe reposar tu mano derecha, casi en el mismo borde de la cama. Durante un breve instante has visto como oscilaba todo lo que te rodea.
     —Qué alegría nos has dado. Por fin has despertado. ¡Gracias a Dios! Tenía tantas ganas de hablar contigo. Tantos deseos de que supieras —con el dorso de su mano limpia las lágrimas que, sin embargo, vuelven a brotar, una y otra vez, sin cesar—... Lo siento, cariño. Ya sabes que siempre he sido un poco llorona. ¿Cómo te encuentras?
     Te sonríe, no deja de hacerlo. Tú la miras, tampoco puedes quitar tus ojos de su cara. Sientes una extraordinaria atracción por aquellas facciones, pero no le respondes, no sabes qué podrías decirle, aunque ella te pudiese oír. Tú la oyes, la oyes perfectamente; incluso su respiración. Sientes la agitación de sus entrañas cuando te cuenta que han pasado ocho largos años. Que desde un principio nadie apostaba nada por ti; que sólo te habías mantenido vivo gracias a las máquinas, ellas cumplían todas las funciones necesarias para que tu cuerpo se mantuviese dentro del orden. Y de la ley. Sientes clavadas sus pupilas, penetrantes, hirientes, cuando declara que ella si te ha echado mucho de menos; que era mucho lo que te había amado, pero que el tiempo todo lo cura, y que hay nuevos caminos que se abren cuando parece que ya nada peor puede pasar, y se conoce a otras personas, y en algún momento el amor vuelve a aparecer. Y es necesario seguir viviendo, a pesar de todo. Y, que aún te ama, que siempre te amará.
     Llora, no ha dejado de llorar. Ves como sus lágrimas, ahora, sobrepasan su rostro y caen sobre la blanca sábana. Y crees percibir, como al traspasarla, humedecen tu cuerpo inerte.
     —No pasa ni un solo día en el que no maldiga aquella funesta hora...
     Sientes su congoja, entrecortada, subrayando, una a una, todas sus palabras.
     —Aunque ya no quede más odio que sacar de mí, nunca perdonaré a aquel maldito borracho suicida; de quien no logro olvidar, ni la cara, ni el maltrecho cuerpo que me mostraron aquel día, tirado allí, en la cuneta de aquella abominable carretera, junto a los destrozados coches...

     Todo se va apagando, se nubla, se oscurece, incluso el blanco insistente. Oyes lo que dice, lo recibes como si estuvieses en uno de esos duermevelas en los cuales sonidos y palabras nos llegan cribados, como a través de un panel acolchado. Y de entre ese conjunto de murmullos destaca ahora, predominando sobre todos ellos, sólo un agudo pitido: continuo y cerrado.
     Un pitido que, progresivamente, acabará por disiparse, fundiéndose con ésta negra oscuridad que lo va inundando todo.
     Pero ya no estamos.

2 comentarios:

  1. soy tu prima isabel, me han gustado mucho tus historias de cuando eras pequeño y descubro que eras un niño con mucho sentimiento ,aunque no leo mucho por que me quedo frita tu libro me lo he leido entero. hasta el proximo. un beso

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  2. MUY BUENO.PODRÍA SER EL COMIENZO DE UNA BUENA NOVELA.

    GRACIAS POR REGALARNOS TUS PALABRAS Y SENTIMIENTOS.

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